Capítulo 2: Héctor
«El alma de cualquiera que muera, en Celestia o en Infernia, será arrastrada hasta Terra por el gran vórtice: Umbra. Si se trata de un ser oscuro, al entrar en Terra perderá, para siempre, todos sus recuerdos. Si en cambio, se trata de un ser de luz, al entrar en Terra, olvidará sus recuerdos anteriores, los cuales le serán devueltos cuando abandone Terra, siempre y cuando llevase una vida de amor y servicio. En ningún caso se conservarán los recuerdos de su paso por Terra.» Extracto del Códice: Flujo de las almas.
«Sea quien sea, si la vida que vivió en Terra estuvo más llena de envidias, celos, rencores, odios y egoísmo, que de amor y servicio hacia los demás, al abandonar Terra, el alma será arrojada a Infernia tras borrar todos sus recuerdos desde su creación.» Extracto del Códice: Flujo de las almas.
«Sea quien sea, si la vida que vivió en Terra estuvo más llena de amor y servicio a los demás que de envidias, celos, rencores, odios y egoísmo, al abandonar Terra, el alma será enviada a Celestia dónde será evaluada de forma final. Aquí se decidirá si se le concede un cuerpo y el derecho a permanecer en Celestia o si es arrojada a Infernia conservando aquellos recuerdos que no fuesen borrados previamente por Terra.» Extracto del Códice: Flujo de las almas.
«El estado de vigilia es un estado en el que se está despierto o en vela, cuando se debería estar durmiendo.»
«Vigilia. Eso es. Es la mejor palabra para definir mi modo de dormir, si es que acaso duermo. Nunca sé si estoy durmiendo o no, si estoy despierto o soñando. Dormir, dormiré algo, al fin y al cabo sigo vivo... »
Una secuencia de golpes fuertes en la puerta lo sacaron del trance.
—¡Dormilón, vas a llegar tarde otra vez! —le chilló Laura desde el otro lado de la puerta.
Mirando perezosamente su despertador vio la hora: nueve y diez, diecisiete de Abril del 2013
«Nueve y diez, nueve y diez...» pensó.
—¡Mierda! ¡Las nueve y once, hoy sí que no llego! —dijo en voz alta mientras salía de un salto de la cama.
Recogió unos vaqueros del suelo de la habitación, dando pequeños saltos se los puso, a la vez que buscaba los calcetines.
Ojeó la mesa buscando, la cartera, el móvil y las llaves. Cogió todo mientras se ponía las zapatillas y la camiseta roja del día anterior. Hoy no había tiempo para sutilezas.
Entró en el baño para darse un aseo rápido. Terminaba de comerse un plátano en el ascensor y aún le dió tiempo de arreglarse el resto de la ropa con la finalidad de no parecer un vagabundo.
—No llego, hoy no llego —se repetía una y otra vez mientras corría por la calle.
«¡Nueve y dieciocho, mierda! ¡Ya debe de estar llegando al semáforo!»
El bullicio de la ciudad no existía, ahora mismo solo existía una visión de túnel hasta el final de la calle, hasta el cruce, donde estaba la razón de su existencia, su motivo diario para levantarse.
«Una sola cosa que tengo que hacer bien al día y casi siempre la lío. Ni siquiera sabe de mi existencia. Ya van a hacer casi 2 años sin avance alguno. Debería dejar de hacer esto, no es sano... se acerca el verano, otra vez. ¿Será este el año que acabe la carrera?. Esto es un sin vivir.» La mente de Héctor no paraba de dar vueltas mientras sus piernas luchaban por no tropezar.
Sus pensamientos le atormentaban, su mente inquieta le jugaba muchas malas pasadas.Se había sentido vacío toda su vida hasta aquel día... había llevado una vida fría e insulsa hasta el día en el que la conoció, mejor dicho, en el que la vió.
Fue el 19 de Marzo de 2011 mientras Héctor se dirigía camino a la universidad. Ese día no estaba para fiestas, total, nunca le habían gustado mucho, además el ajetreo en Valencia en esas fechas era exagerado. Demasiada gente, demasiado ruido, demasiado... de todo.
Aquella mañana de Marzo tenía la intención de estudiar algo más sobre la antigua Grecia en algún recóndito lugar de la universidad, huyendo de las personas y especialmente de sus compañeros de piso, que sin duda, no pararían hasta sacarlo de casa. En aquel entonces cursaba su primer año del grado de historia y era consciente de lo mucho que aún tenía por aprender. Estudiar el pasado era el método más eficaz que conocía para evadirse de su vacío existencial... y hoy sin duda era el día perfecto para ponerlo en práctica. Más perfecto de lo que nunca hubiese imaginado.
Al llegar al cruce de la calle que estaba a pocos cientos de metros de las universidades, su vida cambió. Esbelta, de su altura, quizás un poco más, preciosa, de ojos grandes y verdes, de boca sensual, rasgos marcados, con la mirada perdida en el infinito y ensimismada en su mundo. Llevaba una mochila amarillo mostaza a conjunto con una carpeta de gatos del mismo color. El vaivén de sus caderas era hipnotizador, su pelo trenzado iba balanceándose de una forma tan sensual, que se quedó mirándola sin poder remediarlo.
La chica levantó la vista por inercia, para cruzar el semáforo y sus ojos se cruzaron.
Aquel día de Marzo, Héctor se bloqueo, todo se paralizó, sucedió antes de que pudiera reaccionar. Sintió que el tiempo se detenía, era como si la naturaleza misma del universo hubiese dejado de existir, como si el entrelazado del espacio y del tiempo se rompieran bajos sus pies
Le invadió tal sensación de plenitud, que su vida cobró el sentido. Un torrente de emociones lo invadió, como nunca antes. Su corazón palpitó con tanta fuerza que notó el dolor en el pecho. Su cuerpo se estremeció de tal forma que incluso sus piernas fallaron, flanqueándole las fuerzas, hasta el punto, en el que parecía que caer sobre sus rodillas, era la única forma de sobrellevar aquella sensación.
Su boca se secó y su alma se preguntó: “¿Dónde has estado hasta ahora?”.
Aquel día comenzó su obsesión. Nada más llegar a casa, la dibujó. Se pasó el resto del semestre yendo al mismo sitio todos los días, a la misma hora y con la única intención de disfrutar de su mirada, pero nunca más sus ojos se volvieron a cruzar. Él, respetuoso, apenas la miraba, y dejaba que el azar hiciera el resto. Ella como siempre, puntual como un reloj, a las nueve y veinte se cruzaba silenciosa con él sin levantar la mirada.
En ocasiones la había visto acompañada de un “bufón”, más alto que ella, delgaducho y vivaracho, que la iba incordiando continuamente, mientras la besaba tiernamente donde ella se dejaba. Héctor creía que era su novio, pero ya que nunca los vio cogidos de la mano o abrazados prefirió seguir disfrutando de los escasos veinticinco segundos de tiempo que le proporcionaba el cruce.
Su ofuscación con ella era tal, que decidió que era momento de alejarse. Cuando llegó el verano, triste, se marchó con la intención de olvidarla... la terminó buscando en los labios de cualquiera y en los brazos de todas. Ninguna chica logró quitarle de la cabeza su recuerdo… la chica de los gatos y del pelo trenzado había venido para quedarse.
Trató, incluso, de cambiarse de ciudad. Pidió un traslado de expediente, pero para su desgracia, fue en vano. Los profesores estaban tan encantados con Héctor que boicotearon todos sus intentos por cambiarse de centro... no estaban dispuestos a perder a un alumno tan aventajado y brillante.
Era frustrante, cualquier tentativa de eliminarla de su vida fracasaba estrepitosamente.
Ciertamente nunca se planteó algo tan sencillo como cambiar sus horarios o cambiar de camino. Era adicto a esa cruce a esa hora, y no se le puede culpar, ya que era el único momento del día en el que se sentía vivo. Su misión estar en el lugar indicado a la hora correcta… lo demás lo dejaba en manos del destino. Era su boleto de lotería particular.
Después de cada verano, al comenzar el curso, su único deseo era que no se volvieran a cruzar, pero, año tras año y desde el primer día, ella hacía acto de presencia.
Héctor no paraba de pensar en todo esto mientras corría, sin aliento, esquivando a los transeúntes, a lo largo de la interminable calle. Al llegar a la esquina la buscó, justo para darse cuenta de que esta vez sí llegaba tarde. Ella ya había pasado el semáforo, hoy la vería de espaldas.
Se quedó bloqueado en mitad del carril bici, entre frustrado, aliviado y apenado… Tocaba esperar un día entero.
Empezó a moverse de un lado a otro, nervioso, sin saber hacia dónde ir… inevitablemente, un ciclista lo arrolló provocando un aparatoso accidente.
Tan pronto como recobró la conciencia, abrió los ojos.
Esto no podía estar pasando… Justo delante de él, mirándole fijamente, con cara de preocupación, estaban esos ojos grande y verdes que habría reconocido en cualquier lugar del mundo. Sonrió mientras decía:
—Todo ha merecido la pena —notando unas punzadas de dolor en su brazo derecho y en la cabeza.
—¡Dios mío, creo que aún estás conmocionado! ¿Cómo te llamas? —dijo la misteriosa chica.
—Héctor.
—Yo soy Lorena, ¡ánimo guapetón, has liado una buena! ¿Te encuentras bien? —preguntó ella al notar cierta sorpresa en la cara de Héctor.
Lorena era una chica bastante atractiva, rubia, pelo largo y rizado, ojos verdes y grandes, acompañados de una tez pálida. Vestida a la moda, y aderezada con unas magníficas curvas.
Lorena se sonrojó. No terminaba de entender a qué venía la mirada tan penetrante de Héctor… pero desde luego no le era ajena.
Pasarón unos largos segundos hasta que Héctor reaccionó —Sí, sí perdona —dijo tímidamente apartando la mirada de sus grandes ojos verdes.
Fue en ese momento cuando se dió cuenta... No había rastro alguno de la chica de las trenzas.
El ciclista, un erasmus, con poco o casi ningún conocimiento del idioma, se acercó al chico, levantando la mano en señal de disculpa.
—Perdón, la culpa ha sido mía, estaba distraído y no te vi llegar. Estoy bien —balbuceó Héctor disculpándose con las manos y con la cabeza gacha.
El ciclista, ileso, continuó su camino por invitación de Héctor, aunque decidió que era buena idea quedarse sentado en el suelo, no por los dolores físicos sino por la pena y la frustración.
Estaba consternado. No entendía cómo podía haber confundido los ojos de la chica de sus sueños con los de Lorena... aunque eran molestamente similares. Pero lo peor era que ella, la razón de su existencia, estando a escasos metros del accidente, no se había acercado siquiera a ver como se encontraba.
—En serio ¿Te encuentras bien? —repitió Lorena.
Se incorporó, comprobó que aún llevase todo en los bolsillos, se limpió un poco los pantalones y suspirando dijo:
—Sí, de verdad estoy bien. Me duele un poco el brazo y la cabeza.
—Estaba preocupada. Has estado cerca de 5 minutos en el suelo, inconsciente. Quizás deberías ir al hospital. Mira, guárdate mi número de móvil... y luego me dices si estás bien ¿vale? Llego tarde a clase, así que me tengo que ir pitando, pero no olvides contarme. —dijo Lorena de forma atropellada mientras extendía su mano entregando un trozo de papel arrancado torpemente de uno de sus folios.
“Lorena XXX XX XX XX ¡Llámame!”
Lorena se fue corriendo, y tan pronto cómo la perdió de vista el tumulto de curiosos comenzó a dispersarse, sin que antes, un par de personas le preguntarán si se encontraba bien.
Se encontraba bastante aturdido, así que respondió afirmativamente de forma seca y tajante. Decidió, ya que no sabia que hacer, dirigirse al hospital más cercano, a pesar de saber que su dolor no tenía cura. No hay cura para un alma rota... al Menos no una que él conociese.
La dirección para ir al hospital era la misma en la que Lorena salió corriendo y en la que, creía, que tomaba, diariamente, la chica de la trenza hipnotizadora. Al fin y al cabo nunca la siguió. Una cosa era cruzarse otra muy distinta perseguirla... Ya puestos a seguir un camino similar, se concentró todo lo que pudo por sí la veía. Pero no hubo forma.
Tras una larga espera en la sala de urgencias y un día de los más agotador, volvió a su casa de alquiler, donde lo esperaban Edu y Laura, los cuales ya sabían de sus andanzas gracias a no para de mandarse mensajes por el móvil.
Perfectamente avisados de la información brindada por el médico de urgencias. Al ser un golpe en la cabeza, sin mayor relevancia, correspondía de veinticuatro a cuarenta y ocho de reposo y observación… especial cuidado si sentía mareos, náuseas o habia sangrado.
Al llegar a casa, sus compañeros de piso y amigos de la infancia, quisieron escuchar de nuevo la historia, mientras intentaban, sin éxito, no reirse de la misma. Edu lo animó a que llamase o mandase un mensaje a su bella salvadora. Laura le propino un par de cariñosos codazos, cuando Edu, sin sutilezas, preguntó sobre ciertos «atributos».
—¿Te gusta o no? —preguntó Laura.
—Hombre, fea, lo que se dice fea, no es. La verdad... es que es bastante atractiva, pero ya sabéis los dos lo que me pasa siempre… No se, tiene sus ojos, me resulta muy incómodo y en cierta forma siento que la estoy utilizando.
—No se Héctor, deberías empezar a olvidarte de tu amor platónico. No te estoy diciendo que uses a esta chica para olvidarla, pero no sabes que te estás perdiendo por buscar un imposible —añadió Edu cogiéndole la mano a Laura de forma afectiva.
—¡Lo sé! ¡!Lo sé! Tenéis razón, pero resignarme a ella, es en parte una forma de aceptar el hecho de que nunca la conoceré. La idea me duele mucho. No me siento capaz aún—dijo mientras se levantaba nervioso a dar vueltas por el salón.
—Voy a pensar a la habitación. Gracias chicos.
Antes de terminar la frase Laura ya estaba en pie abrazándole.. abrazo que fue bien recibido.
Edu se levantó y chocaron sus puños.
No sabria que hacer sin ellos dos, eran los pilares más importantes de su vida, eran como su familia.
Estaba molesto, triste, y alterado, todo porque había llegado tarde, había tenido un accidente a escasos metros de la chica que llevaba persiguiendo durante los dos últimos años y ella no se había parado ni a mirar.
«No entiendo por qué siempre tengo tan mala suerte. Es como si tuviera prohibido soñar, siempre me pasa lo mismo. Para una sola cosa que he deseado tanto en su vida, y resulta inalcanzable.» sus pensamientos lo torturaban más que de costumbre.
Héctor aunque nunca había sido un chico popular, era extrañamente resultón, o así lo definían sus amigos. Tenía un carácter misterioso, un buen hacer, además de una envidiable facilidad de palabra. Estas virtudes le solían facilitar las interacciones con el sexo opuesto, en las relaciones de amistad y en cualquier relación personal. Pero realmente era un chico muy tímido, introvertido que sólo era el mismo en entornos cerrados y de confianza.
Llegado ese punto la gente siempre llegaba a la misma conclusión. Era todo un encanto de persona.
A pesar de todo esto, él siempre se había sentido sólo, su círculo de amigos se limitaba a Edu y Laura, ahora pareja. Eran las únicas personas en el mundo con las que se sentía realmente cómodo a todas horas y con las únicas personas, con las que podía realmente ser el mismo.
Su vida sentimental, era aún más complicada… el amor no tenía cabida en su vida. Estaba siempre escondido detrás de los libros, buscando algo, sin saber exactamente el qué. Huyendo, de algo o de alguien pero sin saber el porqué.
Ni el conocimiento, ni la fe, ni el amor, ni el cariño de su madre o de su maravillosa hermana pequeña, llenaban una pizca el vacío de su existencia. Nada lo llenó, hasta que apareció ella. Y en apenas unas milésimas de segundo, lo hizo rebosar para luego desaparecer otra vez. ¿Cómo no iba a querer volver a cruzar miradas?
«¡La llamo! Paso de mensajes, apenas son las diez de la noche, es buena hora. Total la chica estaba bastante bien y parezco un estúpido con tanta ñoñería. Al fin y al cabo la otra chica me ha demostrado que no le intereso lo más mínimo. Quién no te quiere en su vida no es merecedor de estar en la tuya.» Con semejante frase de red social terminó su discurso mientras cogía el móvil.
—Es hora de avanzar Héctor, es hora de continuar —se dijo a sí mismo mientras marcaba el teléfono de Lorena.
—Sí, ¿dígame?
—Hola, ummm, soy Héctor, el chico patoso de esta mañana —contestó tímidamente pero con suficiente seguridad para que no le temblase la voz.
—¡Hola! —gritó ella.
En ese momento le pareció escuchar al otro lado una dulce voz femenina preguntar —¿Cariño, es él?
Tras un breve silencio Lorena preguntó:
—¿Que tal estas Héctor? ¿Has ido al hospital?
—Muy bien gracias, sí, al final sí fui.
—¡Me alegro! ¿Qué te han dicho? —preguntó Lorena entretenida y alegre.
—Pues, que durante un par de días esté pendiente por si me pasa algo raro, nada más. Mareos, náuseas y esas cosas —hizo una pausa para coger aire y prosiguió.
—En verdad te llamaba porque quería agradecerte lo que has hecho por mí esta mañana y me preguntaba si, quizás, te apetecería ir a tomar algo, algún día —sin tener muy claro de donde salieron la agallas para pronunciar esas últimas palabras.
No estaba acostumbrado a tener tanta confianza en sí mismo. Se sentía cómodo hablando con Lorena.
—¡Mira que directo! ¡Me gusta! ¿Qué te parece ahora? Si quieres pásate a por mí y nos tomamos unas cervezas ahora mismo, ¿te apetece?
No era momento de pensar, así que: —¡Por supuesto! Dime dónde me acerco —estaba feliz, sin razón aparente.
Curiosamente la calle de Lorena estaba a pocos minutos de casa de Héctor, muy pocos.
—¡En serio? eso es genial, estoy a pocos minutos andando.
—¡Esto tiene que ser el destino! —dijo Lorena bromeando—. Entonces puedes pasar a recogerme. Acabo de llegar de la universidad y apenas me ha dado tiempo a cenar. ¿Nos vemos en media hora?
Tras detallarle la dirección exacta, ambos colgaron el teléfono casi al mismo tiempo, despidiéndose de forma animada.
Héctor salió triunfal y orgulloso del cuarto, directo al salón, donde estaban Laura y Edu disfrutando de una serie mientras se abrazaban.
—¿A qué no sabéis quién tiene una cita esta noche?
Laura medio dormida, lo miró sin prestarle mucha atención.
—¿Tienes que volver al médico? —bromeó Edu.
—Que graciosos estamos esta noche. ¡Pues no! He quedado en media hora con Lorena.
Laura se despejó de forma inmediata. Mientras Edu no salía de su asombro.
—¿No irás a ir vestido así, no? —preguntó Laura.
—Bueno, la verdad es que había pensado en ponerme los otros vaqueros, la camisa blanca... Pero me estás haciendo dudar —contestó Héctor.
Laura sonrió satisfecha.
—Sí, ese modelito siempre te ha sentado muy bien, además te da un punto de persona normal.
Héctor sonrió tranquilizado tras el veredicto de Laura.
Se fue al cuarto a preparar la ropa, se acicaló, cogió sus cosas y salió de casa despidiéndose brevemente. Ya en el ascensor se dio cuenta del sudor en sus manos. Estaba notablemente nervioso. Especialmente para una primera cita. Sin saber muy bien si se trataba o no de una cita.
Al llegar a la calle, llamó al timbre. Una voz dulce, la misma que había escuchado por detrás en la llamada, preguntó:
—¡Quién es?
—Soy Héctor, vengo a ver a ...
Interrumpiéndolo dijo:
—Sí, sí, sube.
«¿Subir? Esto no estaba en mis planes. Genial, como si no estuviese ya suficientemente nervioso. No se si debería estar aquí.» Su confianza se desintegraba segundo a segundo… los nervios estaban, casi literalmente, haciéndolo papilla… Cada vez se encontraba peor.
Empujó la puerta del portal, entró y llamó al ascensor. Le pareció una eternidad el tiempo de espera hasta entrar en el ascensor y marcar el tercer piso. Le costaba respirar.
Tenía las manos sudadas, se las restregó en el pantalón para secarlas.
«Hace mucho calor aquí.» pensó mientras se desabrochaba el primer botón de la camisa.
Empezaba a sentirse incómodo e incluso algo mareado.
Salió raudo del claustrofóbico cubículo, para dirigirse a la puerta número ocho. Llamó al timbre y escucho:
—¡Abre Agnes! Será Héctor —era Lorena gritando desde algún lugar lejano dentro de la vivienda.
La puerta se empezó a abrir.
En Celestia hay muchos dichos, pero el que nos atañe dice:
«Si hay algo que va más allá del espacio, del tiempo y de los planos, es un vínculo de amor.»
Al otro lado del umbral de la puerta había una chica, un poco más alta que él, castaña, ojos verdes y grandes, rasgos marcados y estilizada. Con una trenza larga que caía por delante, vestida con una camiseta de tirantes blancos de gatitos y unos shorts negros.
Abrió mientras decía:
—¡Lorena! Tu cita ha llega... —no pudo terminar la frase.
Se quedó en silencio, mirándolo, confusa y paralizada.
Héctor no entendía nada. De todos los lugares de la tierra, el lugar en el que menos esperaba verla, era éste.
De repente el tiempo se detuvo. Ni latidos, ni sonidos, ni movimiento, nada.
Era como si la naturaleza misma del universo hubiese dejado de existir, como si el entrelazado del espacio y del tiempo se rompieran bajos sus pies. Como si nada más en el mundo tuviera forma o color. Sólo estaba ella, preciosa, mirándolo fijamente con sus ojos grande y verdes, más allá de su cuerpo, directamente a su alma. Héctor se estremeció.
Estaba totalmente colapsado, paralizado físicamente, tanto que no podía respirar, literalmente. Era incapaz de moverse o de reaccionar. Sin previo aviso una cantidad ingente de imágenes empezaron a bombardear su mente, imágenes de otra vida, imagenes de otro tiempo, imagenes sin sentido aparente, hasta que al final llegó la luz, mucha luz y todo tuvo significado.
Los ojos de Héctor se quedaron en blanco, su cara palideció y mientras se desplomaba en el suelo susurró:
—Te encontré Ángela, prometí que lo haría.