Probablemente el vocablo más frecuente que usamos en la Iglesia, por lo menos en el ámbito litúrgico, es “salvación”. Los cristianos somos, efectivamente, gente salvada. Pero, salvados ¿de qué? Podríamos proporcionar un amplio inventario de situaciones de las que necesitamos ser “salvados”. La Sagrada Escritura presenta muchos paradigmas que explicitan cuán compleja es la salvación que nos hace falta. Por ejemplo: somos sacados de la esclavitud para alcanzar la libertad, de la oscuridad para disfrutar de la luz, de la ignorancia para conseguir el conocimiento, de la tristeza para experimentar la alegría, de la fatiga para conocer el descanso, del pecado para gozar de la gracia… Pero, en último término, de lo que verdaderamente necesitamos ser salvados es de la muerte, para que podamos vivir eternamente.
Lo que pesa, más que todo, en la vida humana, lo que resulta realmente invencible naturalmente es nuestra condición creatural, que se patentiza, de una forma alarmante, en nuestra condición inevitablemente mortal. La muerte, cuando llegamos a ser conscientes de su trascendencia, se vuelve, inexorablemente, nuestro peor enemigo, que engendra un poder monstruoso, diabólico, angustiosamente paralizante, el miedo. Me extraña – y me escandaliza también -, el hecho que, en lo pastoral, no tratemos con la necesaria frecuencia, y menos con la profundidad que mereciera, el tema del miedo, por ser la verdadera causa del comportamiento humano egoísta. El miedo a la muerte hunde sus raíces, en primer lugar, en causas de orden metafísico, porque es fruto de la toma de conciencia, como ya he dicho, de nuestra condición creatural, pues somos sólo seres contingentes. Pero lo peor es la experiencia de la muerte óntica, la que brota del complejo de culpa.
El libro del Génesis, con el relato del “pecado de Adán y Eva”, ilustra de manera genial las consecuencias del complejo de culpabilidad personal.
El texto deja en claro que, mientras la desobediencia humana no afecta a Dios – quien ni siquiera se había enterado de ella-, sí afecta sustancialmente al ser humano que, después de haber roto la comunión amorosa con Aquel del que procede la vida, se siente precipitado en el abismo sin fondo del vacío. Ésta es una muerte mucho muy espantosa que la muerte física, porque la muerte física aniquila la conciencia, pero la muerte óntica permanece consciente y se experimenta como una soledad intolerable.
La muerte óntica, consecuencia de la mentira de la serpiente, es sufrida por el ser humano, como una decepción tal que ya no puede fiarse de nadie, por el miedo que le tiene a ser defraudado otra vez. Por consecuencia el hombre, bajo el peso de su pecado, se atrinchera en su soledad, se encierra, se vuelve egoísta y, preso del miedo de morir de nuevo, mata para no morir.
“Ser salvado”, pues, en el lenguaje cristiano, significa ser liberado del miedo a la muerte. De aquí la importancia del kerigma, que consiste en anunciar que uno, Jesucristo, apoyándose en la lealtad de Dios, ha tenido el valor de entrar en la muerte, y ha salido de ella sin que la muerte lo haya destruido. Ha sido por su resurrección cómo Jesucristo ha demostrado que el miedo a la muerte, salario del pecado, debe ser trascendido. Los primeros cristianos, según el testimonio de la Carta a los Hebreos, no lo olvidaban y lo proclamaban para exorcizar, de una forma contundente, el miedo a la muerte: “Puesto que los “niños” pertenecen a una sangre y carne común, Él [Jesús] participa igualmente de esa sangre y de esa carne, para destruir con su muerte al que tiene el imperio de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a aquellos que por temor a la muerte estaban sujetos a servidumbre durante toda la vida” (Hb 2, 14-15).
Vencer el miedo a la muerte es indispensable para superar el egoísmo y recuperar la capacidad de amar. Amar, en sentido cristiano, es perder la propia vida por los demás como Jesús lo ha hecho. Pues nadie puede entrar en comunión con los demás si no tiene la valentía de perder la propia vida por ellos. Venciendo el miedo a la muerte es como se entra en la vida eterna. Habrá que profundizar la fuerza del kerigma.
Pbro. Gian Claudio Beccarelli Ferrari
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