Óleo azul ¿para llevar o comer aquí?

Quiero compartir con ustedes una pequeña anécdota que me parece bastante graciosa.

Siempre me preguntan de dónde vienen tantas ideas, cómo se me ocurre y por qué hacer un dibujo, una pintura o una escultura de tal o cual manera. Lo cierto es que muy pocas veces puedo responder con precisión a cuestionamientos como esos. Si algún artista en esta comunidad lee mi post, sabrá que es cierto lo que digo. La creatividad puede ser detonada por innumerable cantidad de cosas y la musa pocas veces avisa cuándo llegará. Claro está que algunas veces se planifican los trabajos, yo suelo apresurar la llegada de las ideas escuchando música, leyendo algún libro o viendo buenas películas.

La diversión comienza con el proceso creativo per se, cada artista vive el suyo según su personalidad, algunos más excéntricos que otros. Yo…

¡HE COMIDO PINTURA SIN NOTARLO! Lo siguiente, me ha ocurrido durante el proceso de creación de una pintura.

Por lo general pinto durante la madrugada, me gusta la soledad para hacerlo y a esas horas todos están dormidos en casa, así que me resulta más cómodo y puedo concentrarme mucho más. Durante una de esas jornadas nocturnas, con Jorge Drexler amenizando la velada —12 segundos de oscuridad, disco genial por cierto-, manchada con pintura de pies a cabeza y lanzando brochazos a un amplio lienzo, intentando dar con el tono de azul perfecto para el espacio que necesitaba rellenar tras unas figuras. El cuadro que pintaba era una escena que tomé de un viejo álbum de fotos familiares, en la que mi mamá me sostenía en brazos dentro de una ducha. Cada vez la concentración era mayor, dejó de sonar la música y no lo noté… de pronto comencé a sentir la boca dormida, como si mi lengua flotara y mis cachetes iban desapareciendo. Dejé de pintar, tomé asiento y me di pequeños golpecitos en la cara pero no regresaba la sensación de normalidad. Decidí correr a la habitación de mi mamá y despertarla con un papelito escrito “no siento la boca”. Ella se levantó de la cama y me dijo “niña loca, tienes toda la boca azul” corrí a enjuagarme la boca y tomar un antialérgico. Sufrí una intoxicación muy fuerte. No tengo conocimiento exacto de cómo llegó la pintura a mi boca, supongo que, dentro del estado de concentración tan alto que logré alcanzar, en algún momento me llevé un pincel lleno de óleo a la boca. ¡Tremendo susto!

Seguramente, si comparamos esta situación con las distintas prácticas en las que se vieron envueltos personajes como Da Vinci —que hurtaba cadáveres para diseccionarlos, conocer la estructura anatómica y así poder dibujar la figura humana con mayor exactitud—, o con las apretadas ataduras de Reverón alrededor de su cintura que, según él, bloqueaba el paso de la locura hacia su cabeza; la amputada oreja de Van Gogh, la carta con semen de Dalí a su padre… Definitivamente, lo de comer pintura, la verdad no es tan subido de tono.

Es una anécdota que me hace recordar que todos los artistas tenemos un poco de locura, la necesaria. Estar trastocados es lo que nos hace mirar más allá de lo que ve el común y nos proporciona la capacidad de sacar con pinzas el enorme y fantástico mundo que se oculta detrás de la realidad.