Relado "El niño del Cañonazo"

in spanish •  6 years ago 

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Marcelo Morán

Los cohetes explotaban con estruendo mientras la familia González preparaba impasible la cena de fin de año. Al mismo tiempo, ascendían al cielo varillas luminosas que después bajaban convertidas en abanicos de colores.
Era una noche asaltada por confusas resonancias. Se escuchaban retazos de gaitas, vallenatos y boleros de Javier Solís, según el volumen que imprimían a los aparatos de sonidos.
Después de culminar el amarre de hallacas, Sergio González retornó a su puesto de musicalizador para refrescarse con la primera cerveza de la noche: desde allí, observó los pies de un niño que permanecía acostado sobre una red de pescar. No le dio importancia; pues sus sobrinos solían retozar sobre ella hasta el cansancio. Ese día, en la mañana, la había expuesto al sol como era su costumbre tras regresar del lago. A pesar de ser un curtido pescador no le agradaba el tufo tomado por la red en cada jornada. Era como tener un trozo del lago atrapado en el corredor de su casa.
Por más que se esforzaba en limpiarla quedaban restos de camarones fundidos entre los pegotes de petróleo que avivaban el desagradable olor a pescado rancio.
A las nueve de la noche echó otro vistazo a la red porque ya era tiempo de recogerla. Por nada la dejaría olvidada y expuesta, pues cada paca tenía un valor cercano a 200 mil bolívares; cifra muy atractiva en estos tiempos de crisis.
En breve comenzarían a llegar sus familiares y vecinos y sería un obstáculo en medio del amplio corredor pavimentado con cemento que había dispuesto para el tradicional baile de fin de año.
Cuando iba en dirección al corredor del lado norte con intención de recogerla, un cornetazo le hizo desistir de su propósito: era su vecino Jesús Sánchez, quien había venido a saludarlo:
–Hermano, ¿qué vas a ofrecer para tus amigos, esta noche?
–Abrazos y muy buenos deseos para todos. La cerveza está muy cara –contestó Sergio en tono Jocoso.
Después del corto saludo, Jesús Sánchez se retiró a su residencia que se encontraba a menos de cien metros de allí. Era tanta la bulla en el ambiente que por primera vez no escuchó el crujir de la suspensión de su Dodge Dart al pasar por la cadena de huecos que identifica al famoso callejón González.
Mientras tanto, el pescador jubiloso, seguía dando volumen al reproductor de sonidos para que Javier Solís continuara ofreciendo su recital.
A las seis de la tarde había entrado a la cocina para ayudar a sus hijos en el ritual de amarre de hallacas; labor que se extendió por dos horas. En el corredor que se encuentra paralelo a la carretera continuaba Javier Solís animando la soledad con el incesante tronar de los fuegos artificiales de fondo.
Por la carretera en sentido norte-sur un niño de doce años venía tastabillando. Llevaba una bolsa en su mano derecha y traía la camisa desbotonada. Su torso desnudo revelaba una frágil complexión. Sus ojos venían entornados y sus pasos parecían obedecer a un instinto indescifrable. Al llegar al corredor se aferró a un tubo que hace las veces de soporte del techo y descansó. Luego, cruzó arrastrando sus pies al corredor norte de la casa y cayó de espaldas sobre el montículo de la malla de pescar.
A las diez comienzan a llegar otros miembros de la familia que en su mayoría viven en el traspatio de la casa de Sergio y entran por el corredor donde se encontraba recogida la red de pescar. Fue entonces cuando vino la alarma de parte de William; cuñado del anfitrión.
.–¡Hay un muchacho en el piso! ¡Parece que está muerto!
Los presentes corrieron y se arremolinaron perplejos en torno al niño para identificarlo. Pero nadie logró reconocerlo. Sergio abrió campo y se inclinó sobre él para reanimarlo con suaves palmadas al rostro, mas su esfuerzo fue inútil. El niño no respondía.
–Tiene buena temperatura y su respiración buen ritmo…
Oswaldo, hermano menor del pescador sugirió:
–Revisemos sus piernas; quizás tenga una mordedura de culebra.
Arremangaron los pantalones al nivel de las rodillas con ayuda de linternas y hallaron un hematoma en el tobillo derecho.
–¡Aquí está la herida! ¡A lo mejor acaba de morderlo, y si no recibe atención médica la pierna se hinchará y quedará como un jamón! –recordó Oswaldo alarmando a la familia.
Nadie logró identificar al muchacho que yacía dormido sobre la red de pescar, como tampoco nadie sabía de dónde había venido.
–Es mejor que avisemos a las autoridades, Sergio –intervino Oswaldo
–Tienes razón. No sabes, qué puede tener este menor. Te puede complicar la vida si llega a morirse aquí –terció William.
–Sí. Así es. Voy a llamar al Comando de Bomberos de Lagunillas para que nos auxilien –dijo Sergio apesadumbrado.
Después de transcurrir quince minutos de la llamada uno de los presentes orientaba con sus manos a una ambulancia que venía repartiendo chorros de luces en distintas direcciones y de la cual bajaron dos paramédicos portando botiquines de primeros auxilios y una tabla de inmovilización.
Los funcionarios fueron recibidos por Sergio quien terminó de explicarles los detalles de la novedad. En seguida se dirigieron al sitio donde dormitaba el niño desconocido para comenzar con el riguroso chequeo: signos vitales y otras valoraciones propias de este tipo de emergencias.
Alrededor del niño se había amontonado muchos curiosos que dificultaba el trabajo de los socorristas obligando al anfitrión a despejarlos:
–¡Colaboren, por favor! Esto es serio.
Todo parecía normal, excepto el extraño sueño que envolvía al muchacho. La paramédico siguió su minuciosa labor hasta que el paciente logró abrir los ojos. En seguida vino una explosión de aplausos que fue cortada por la brusca intervención de la funcionaria.
–¡Silencio! Esto que voy a comentarles es desgarrador. Este niño no fue mordido por ninguna serpiente ni perdió el sentido por efectos de una enfermedad. Algo peor …tiene una intoxicación alcohólica.
–¡Está borracho. Válgame Dios! –exclamó una vecina, quien se llevó las manos a la boca para disimular su impresión.

El ambiente quedó en silencio. Apenas se oían los zumbidos lejanos de las varillas pirotécnicas hasta hacer su aparición el ruidoso Dodge Dart rojo, conducido por Jesús Sánchez. El recién llegado estacionó el vehículo al ras de la concentración y de una vez bajó como azorado:
–¿Quién fue el niño mordido por culebra?
–Gracias a Dios, ninguno –dijo la señora Gladys, esposa de Sergio, sorprendida.
El muchacho después de recobrar el aliento, gracias a la intervención de los paramédicos, se levantó por sus propios medios para ubicarse en el tiempo y el espacio.
La diligente funcionaria pidió a la familia González, como incentivo al trabajo de reanimación, prepararle al paciente una bebida caliente que ayudaría a sacarlo de la modorra. Por lo demás, la recuperación había sido exitosa. Los socorristas con la satisfacción del deber cumplido y después de expresar un “Feliz año” a los presentes se marcharon.
El niño fue el primero en acudir a la mesa y disfrutar la cena de fin de año preparada por la familia González. Entre el banquete degustó un hervido de pescado que terminó de reconfortarlo con una buena ración de hallacas.
Jesús Sánchez le aseguró a Sergio que hacía apenas tres días le había dado la cola al niño para el centro de Ciudad Ojeda.
–Estaba parado en la esquina de la carretera Q, cuando hizo un gesto con su mano para que me detuviera. Le pregunté hacia dónde se dirigía y respondió:
–Voy al trabajo, en la avenida Bolívar.
–¿Qué pasó con tus estudios? –insistí.
–Los dejé por la necesidad, señor. Tengo un padrastro que me maltrata y me obliga a trabajar, pues de otro modo no puedo comer, ¿me entiende?
Y así lo dejé frente a un supermercado en la avenida Bolívar, donde al parecer, transporta bolsas a los clientes.
Después de la conmoción vivida en el barrio El Silencio Sur del municipio Lagunillas aquel 31 de diciembre de 2013, llegó la calma. El niño ya recuperado, preguntó a la señora Gladys por el paradero de una bolsa que contenía bollos de pan y un litro de jugo. No recordaba a donde la había dejado.
La esposa de Sergio la había encontrado a un lado del chinchorro y la guardó en la cocina esperando que su dueño despertara. En seguida la entregó junto a otra llena de hallacas.
Sergio como musicalizador dio reposo a Javier Solís y cedió el turno a Diomedes Díaz mientras buscaba en una caja el CD de Néstor Zavarce con su clásico “Faltan cinco pá las doce”. Intención que obligó a Jesús Sánchez a mirar la esfera de su reloj pulsera:
–Falta poco para el Feliz año, mejor te llevo, muchacho.
El ruidoso Dodge Dart rojo, arrancó llevando a casa al pequeño pasajero cuando faltaban apenas veinte minutos para el cañonazo de fin de año.

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