Ya amanece

Salgo de la habitación a las cinco en punto de la mañana. Es domingo y el sonido blanco compite con el de la brisa y los chirridos de las criaturas de las primeras luces. En el abrigo tibio de sus pantuflas, mis pies intuyen el frío calcáreo; ya lo he sentido por veinte años, descalza y callada.

En la casa vieja y sola, medio derrumbada de abandono y pobreza, la penumbra se aleja con paso sigiloso, arrastrando su capa de tinieblas entre los mosaicos, consumiéndose en los rincones, los marcos de las puertas y los alféizares de las ventanas. Pronto la luz reclamará su trono, cubriéndolo todo con su manto blanco, una reina magnífica y benevolente que, sin embargo, somete en horrorosa pena a la sombra que de todo se esconde.

Al paso de la luz que ciegamente consume la habitación, los fragmentos rezagados de la noche huyen hacia las rendijas, los ojos de las cerraduras, los espacios olvidados en los escaparates, debajo de las camas, los baúles viejos y mohosos. Allí se recogen, temerosos del alba que carece de la gentileza de la luna. Cada uno en su refugio matutino se duerme en una larga siesta, entre cantares de gallos y la ausencia de la faena de hoy.

Así la noche duerme mientras el sol impertinente todo lo despierta, iluminando las grietas en el alma, las arrugas de la indiferencia y la insatisfacción, las heridas antes invisibles, para que todo se vea, para que todo se sepa; alumbrando sus pies desnudos y helados, su puño pesado y ahora inerte, su pecho contra el arma y el arma contra el suelo, mientras la plata se vuelve roja, mientras los grises se tornan en los colores salpicados. Todo resplandece, hasta los ojos sin vida de quien ayer lanzó su último golpe y pronunció la última humillación.

Ya amanece.