El cuento de nunca acabar, una promesa asíntota en órbita por mi cabeza. Mi pulso ha visto mejores días, hasta mi manera de sujetar el lápiz con firmeza se ha visto trastornada. Entre gestos temblorosos la tinta va escribiéndose sobre una de las hojas en blanco repartidas en mi escritorio. Nada más, nada menos. Siento un hoyo en mi cabeza donde solían estar repartidas todas mis ideas, y eso solo significa que esa hoja es otra que toca arrugar y tirar a la basura.
Mi creatividad se ha esfumado, ¿adónde? No lo sé, pero sí recuerdo cuándo. Nada alejaría de mi mente aquel momento en el que mis manos dejaron de ser las mismas. De un día para otro, como si nada. Mirarlas ahora es notar como las venas en ellas se hinchan progresivamente. La frustración llena mi ser hasta lo más profundo, sobre todo cuando nadie puede darme una explicación lógica de por qué está pasándome esto.
Los días pasan y lo que conozco como vida se derrumba. Aislado solo en mi oficina intentando encontrar las palabras, intentando poder vomitar en letras todo el malestar que embarga a mi cuerpo. Pero no salen de ninguna parte, nada de lo que escriba logra satisfacerme y evitarme cruzar miradas con mi desdicha una vez más, todos los días. Intruso e invasor, descarado tormento entre hojas y palabras que intento, pero no logro conectar.
Otra hoja a la basura, otro bolígrafo malgastado y otra risa burlona de mi infortunio. Golpeo mis manos coléricamente contra el escritorio, pero no tardo en arrepentirme. Duelen, duelen tanto que desearía no tenerlas más, contengo un alarido de dolor y lloro en silencio mientras espero a que el dolor pase. Imprudente como siempre, olvidando el extremo cuidado que exigen ahora ese par tan inútil de palmas.
Pierdo la paciencia al ver la fecha y la hora del día de hoy. Una fecha límite más que se suma a las tantas que ya he postergado desde la presencia de este mal. Solo un milagro me salvaría mañana, que despertara y mis manos volvieran a la normalidad, de un día para otro, así como las “perdí”. Imploro ese único deseo a una deidad que dejó de escucharme hace tiempo, y que sabrá ella sola el porqué de este castigo que hoy posa sobre mí.
Pero en este mundo mío no existen las deidades, los ídolos no escapan de las ficciones a las que las palabras escritas les amarran. Ídolos de papel que no llegan ni al cartón. Mis suplicas son reales, pero no hay quién las escuche, ni humano ni imaginario. Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, pero fue lo primero que perdí con los años, con la soledad y mi condición, esa que me machaca contra cualquier superficie posible al menos una vez al día.
Salgo a fumar y creo que es hora de arrojar todo por la borda, de olvidarme de esta última fecha límite y anunciar que el libro jamás saldrá. Pero me es difícil vivir con la carga de tener todo en mi mente y no ser capaz de transmitirlo a las hojas, me es difícil pensar en quienes esperan una conclusión a la historia y aguantar que crean que simplemente no quiero publicarla, que me perciban como hoy me siento, un decrépito de pacotilla.
El dilema da tantas vueltas y mi mirada solo está clavada en una bala de plomo que decora mi escritorio. Cuántas veces no se nos ha dicho que la verdad está siempre en frente de nuestros ojos, ¿no? Quizá esta no sea una excepción y esta sea la salida triunfal que tanto espero, la que me convierta en un mártir, la que me haga vivir para siempre aún teniendo mi gran última obra a medias.
Nada es correcto en esta vida, mucho menos en estos tiempos, así que quién soy yo mismo para juzgarme. Busco la pistola en el cajón de emergencia de la sala y la llevo conmigo a mi escritorio, mis manos siempre tambaleantes juegan con ella y la bala mientras imagino qué habrá más allá. Solo pienso en un descanso, un descanso definitivo de mí y mi mente. Mis manos tembleques ponen la bala en su lugar y la pistola a mi cien.
Cierro los ojos, hundo el dedo con fuerza en el gatillo y aunque duele…
Deja de doler.
Una canción para el momento
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