Heridas sentimentales arañan mi alma. Rodeada de soledad y sumergida en un éxtasis de sufrimiento, deambulo por calles de Caracas cuando el sol se esconde hasta llegar a la estación de trenes. La parada parece ser un hoyo desierto que la gente toma a diario para acercarse a su destino, es un lugar de sofocante negrura y entorpecedor silencio. Se respira aislamiento de la tan agitada ciudad, las personas caminan entre ellas chocando sus cuerpos con conducta irracional . No me ven; parecen andar con impaciencia. Me acerco a los rieles, espero la llegada del tren. Mis cabellos negruzcos ocultan mis dos oscuras cuencas, la palidez maquilla mi rostro que se pierde entre los hilos negros que descienden desde mi cabeza.
El tren llegó, cada vez se acerca más a mí. Ya elegí mi destino, me encuentro más cerca del infierno que estando en la deprimente casa donde mis padres esperan que sea feliz; lo que no saben es que mi felicidad está en su mayor dolor. Sin pensarlo más me arrojo al carril mientras el tren aún estaba desplazándose.
Hoy he decidido parar, a la muerte acudí para volar sin cuerpo y sin alas, creo que la vida carece de legítimo significado; la muerte me hizo olvidar como respirar y estoy agradecida. Sé que hubo velas tristes y dolor, pero veinte años son suficientes para descubrir que quienes viven solo subsisten en el necio capricho que tiene la muerte de vernos respirar. Razón tuvo el escritor español Camilo José Cela en decir: “La muerte es dulce; pero su antesala, cruel.”
Me encuentro caminando a la estación para tomar mi destino. Me gusta morir otra vez. Estoy sepultada en sombras infinitas donde adormecí mis temores y deje descansar mi alma.
La muerte nos observa. Estoy fascinada.
(la imagen no es de mi autoría, si eres el dueño de la misma comunícate conmigo para colocar tu nombre o para eliminarla)