Travesura Realizada III: El Chico Experto en Mentiras I - Quinta Parte MAS

in spanish •  5 years ago 

Travesura Realizada III:

El Chico Experto en Mentiras I



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Recuerdo claramente que a papá le gustaban los trucos de magia. Mamá decía que con ellos trató de impresionarla en una aburrida fiesta de Halloween que organizaba su compañera de departamento aquel año. Él me dijo que fue todo un éxito y mi madre quedó encanta con él desde el primer momento, y mi madre, por otro lado y sin que mi padre supiera, me confesó que más allá de sus trucos de mágica, Byron Gelbero era el más dulce y chistoso hombre con el que se había topado en su vida. Desde entonces, y por el resto de su relación, papá le enseñaba trucos de magia que luego quiso enseñarme a mi.

Pero Miranda Gelbero enfermó.

Cuando aquello sucedió, ellos trataron de aparentar una vida normal basada en mentiras para su único y pequeño hijo, que más temprano que tarde terminó por enterarse de que aquellos viajes de su madre a la casa de la abuela nunca sucedieron en realidad. Fingía desconocer lo que a mi alrededor pasaba. Sin embargo, a veces era inevitable no escuchar a mamá llorar al otro lado de la pared de mi cuarto, mucho menos podía ignorar cómo papá trataba de disipar esos amargos momentos con más trucos de magia. Decidieron confesar cuando ya no había más opciones ni posibilidades, cuando era definitivo que con el pasar del tiempo mi madre se iría al igual que mis abuelos paternos y la tía Myra.

Supongo que desde ese momento aprendí a mentir. Era muy pequeño y a la vez muy consciente de lo que yo pensara o hiciera afectaba el doble a mi mamá, por eso me hice experto en mis propios trucos de magia; desaparecía las convocatorias de la escuela, evitaba que las peleas llegaran a oídos de mis padres y siempre habían sobresalientes en mi boleta a pesar mi deficiencia en matemáticas. Luego, cuando el tiempo nos alcanzó y deshizo nuestra pequeña familia, mi padre jamás volvió a hacer o enseñarme trucos de magia, pero yo jamás pude volver a ser completamente honesto.

A menos que desaparecer por prolongados periodos de tiempo pueda contar como uno, en ese caso, me lo mostró tantas veces que soy capaz de imitarlo a la perfección.

Muy tarde descubrí que mentir, así como la magia que nunca logró impresionar a mamá pero si enamorarla, también podía volverse un pasatiempo. Uno sumamente peligroso y adictivo. Uno que puede costarte más que el amor o los amigos; mentir puede costarte la vida.

Por eso me encontraba aquí, donde jamás pensé llegar si mentía con suficiente convicción; en la sala de interrogatorios de la policía, entre comillas, el trabajo de papá.

—Lamento hacerlo venir a estas horas, Señor Gelbero.—Dijo la Detective América, ya que por obvias razones Byron no podía interrogarme.

—Llámeme Oliver, por favor, el Detective Byron es el Señor Gelbero también.—Le dije. Vi cierta incomodidad en su rostro ante la mención de mi padre, aquello picó en mi mente y traté de esconderlo detrás de mi cerebro, no podía desconcentrarme en este momento.

Conocía todos los trucos y métodos de interrogación conocidos, no en vano era el hijo de uno de los detectives de mayor renombre en la ciudad. Y, de no ser eso suficiente, contaba con el requisito indispensable para llevar a cabo mi misión; mentir con verdadera intensión y sin esperar a que hiciera falta.

—Como gustes, Oliver.— Dijo y abrió la libreta. Ahora empezaba la diversión.— ¿Cómo te sientes?

¿Qué?

Su mirada era amable, pero detrás de aquella capa de cordialidad podía percibir sombras oscuras. Nadie mejor que él las conocía. Ella no tenía buenas intensiones.

Rápidamente compuse mi rostro confundido:— No sé qué clase de pregunta es esa ante toda esta situación.—dije, pero no de forma altanera, sino tímida. Hasta descubrir qué clase de métodos utilizaba América exactamente, necesitaba meterme dentro de su piel y tocar su corazón. O fingir que así quería.— No sé por dónde comenzar a describir cómo me siento.

—Lo lamento.

—Todos lo lamentamos.—Contesté, las miradas tristes se volvieron fáciles de hacer luego de la muerte de mi madre, solo tenía que evocar su recuerdo para que mi rostro se tiñera en nostalgia. Sin embargo, la opresión en mi pecho era genuina: lamentaba enormemente todo lo que sucedió.

Ojalá lo hubiéramos sabido y quizás, solo quizás, de haberlo hecho cinco minutos antes todo sería completamente diferente.

—Fuiste uno de los chicos más cercanos a Freddie, ¿no es cierto?— asentí.—Entonces podrías ayudarme a entender.

Aquel tono de voz activo una alarma en mi mente.

¿Por qué un chico de diecisiete años se levanta un día y decide escaparse, solo, a un club nocturno que luego termina completamente incendiado?

El rostro consternado de Oliver se sintió como piedras en su estómago, estaba segura de que él sabía algo sobre lo que verdaderamente sucedió en el club.

Todos sus compañeros hablaban sobre un trágico accidente, o sobre una broma pesada que salió mal, pero ella lo presentía. Después de todo, las puertas fueron selladas, las alarmas apagadas y la electricidad fue cortada, aquello no fue accidental. Solo alguien que conociera el sitio sería capaz de todo eso, solo alguien como Freddie, el hijo del dueño y mejor amigo de Oliver Gelbero.

Ella seguía sus instintos y aquellos pensamientos oscuros entorno al hijo de su compañero era el más fuerte de todos.

En Oliver, aquella sutil, pero directa, insinuación de su culpa sacó el aire de sus pulmones. Ella no tenía ni de a quién estaba señalando con su dedo. Sintió la ira comenzar a expandirse hasta cada pequeño espacio de su cuerpo y latir descontrolado de su corazón llegaba a sus oídos.

—¿Incendiar? —dijo con la voz enronquecida, la culpa de toda aquella tragedia tenía varios rostros, pero no los que ella pensaba.—¿Eso es lo que ustedes piensan que hizo Freddie?

América se acomodó en su silla y cruzó los brazos:—¿Qué es lo que piensas tu, Oliver?

Lo vio apretar con fuerza su mandíbula y hacer puños las manos.

¿Qué pensaba él?

Nadie nunca sabía realmente lo que él pensaba. Alzó su vista imperturbable hacia los ojos de América y ella, bajo la luz opaca de la sala de interrogatorios, vio la más dulce mirada del mundo congelarse. Su expresión seguía siendo la de cualquier chico perdido y asustado, pero el aire a su alrededor se tornaba lúgubre y macabro.

Oliver no le iba a conceder el deseo de abrir la caja de pandora, pero él iba a darle una pequeña muestra de qué tan malo puede ser sentir curiosidad.


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