Me decidí quedar en Venezuela por la misma razón que muchos aquí: no tenía cómo ni para dónde irme. Aún así, mirando para atrás y viendo con claridad mi situación, no tenía mucho de dónde elegir y si me hubiera ido sola, muy probablemente no sería la persona que soy hoy en día. Sé que mucha gente odia Venezuela y sobre todo Caracas, sé que muchos queremos irnos de esta mierda porque sentimos que no tiene nada para ofrecer y eso era lo mismo que sentía la Elena de 11 años, que le decía a su mamá Elena que ella quería irse a estudiar diseño de modas en París porque aquí en Caracas nadie entendía su sentido del estilo y sus problemas como mujer.
Mamá Elena se reía y me decía: “¿Qué problemas puede tener una carricita como tú?”. Y como siempre, mi mamá tenía razón. Yo no tenía la menor idea a esa edad de lo que era “tener problemas de mujeres”, porque para mí el fin del mundo era que José Antonio, el niño más lindo de 3er grado B, no me parara bolas porque todavía no me había desarrollado como las otras niñas de mi salón.
Truth be told, nunca me pregunté siquiera qué era ser mujer hasta que me desarrollé a los 15 años. Un 30 de Marzo del 2011, mientras veía una peli dominguera de Lindsay Lohan por Televen, llegó ese tan esperado día por la familia Constapio: por fin podía continuar con un legado de mujeres que estaban listas para procrear. Y en ese preciso momento me comencé a preguntar, qué coño de la madre (como decía mamá Elena cuando se golpeaba el dedo chiquito contra cualquier cosa) significaba ser mujer. Nunca me sentí identificada con ninguna de esas mujeres voluptuosas y excesivamente maquilladas que salían en la televisión o en las vallas de la autopista del este. No me veía ni siquiera en las participantes de la Guerra de los Sexos, un programucho que pasaban por Venevisión, que aunque eran mujeres más comunes y menos arregladas, simplemente no se parecían a mí ni pensaban como yo.
Más adelante, conversando con mis amigas del colegio, decidimos que lo que realmente nos haría mujeres era perder la virginidad, porque según la negra Rocío las mujeres de verdad tienen caderas anchas y culos exorbitantes, y eso solo podíamos lograrlo “llevando bastante güevo”. Tengo que admitir que, a pesar de que la negra Rocío tenía unas maneras de hablar bastante asquerosas, siempre decía cosas que parecían tener demasiado sentido para una niña de 15 años.
Rocío era la más experimentada de mi grupo de amigas, se había hecho un tatuaje y abierto un piercing en la lengua sin pedirle permiso a sus papás, por lo cual todas sentíamos, en nuestra pequeña mente de quinceañeras, que ella tenía que tener todas las respuestas a todas nuestras preguntas acerca de la vida. Gracias a ella tuve las mejores experiencias caraqueñas de noche y de día, yendo en taxis de línea de una reunión en Los Naranjos a otra en Prados Del Este y bebiéndonos hasta el agua de las pocetas para sentirnos vivas en esa ciudad tan vuelta mierda.
Gritar goles del Barcelona como si de verdad entendiéramos qué carajo estaba pasando, mientras bebíamos birras y comíamos pizza delivery. Vomitar hasta sentir que nos íbamos a morir por mezclar miche andino con ron Santa Teresa y sentir que nada ni nadie podía con nosotras porque la noche era nuestra.
Caracas me hizo mujer y no fue hasta hace poco que pude entenderlo, creo que de cierta forma mi abuela Elena siempre me quiso enseñar eso cuando me hablaba de esta ciudad como si no hubiera otra mejor en el mundo. “Con todo y sus malandros, su socialismo del siglo XXI, nunca vas a conseguir un lugar tan cálido y reconfortante como Caracas, Elenita. Probablemente no lo entiendas ahorita, porque cuando tu mamá se vino yo tampoco lo entendí, pero algún día, cuando estés lejos de aquí y recuerdes el olor de mis tajadas y de las arepitas tostadas, te va a salir una lágrima en el ojo porque no hay ningún lugar que huela igual que aquí”.
"no hay ningún lugar que huela igual que aquí” allí terminé de morir
Buen post (;/);
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¡Graciaaaas, Oscar!
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