Era un viernes de junio, el último día de clases antes de las tan ansiadas vacaciones. Y como todos los días de semana, mi padre entró a mi cuarto a las 5.30 de la mañana para despertarme debido a mi poca fuerza de voluntad para levantarme sólo con el sonido de una alarma. No me sentía cansado, a pesar de que la noche anterior había estado despierto hasta tarde viendo una aburrida película rusa que mi profesor de historia había mandado como tarea, pero tampoco me sentía con mucha energía, simplemente normal, como si hubiese despertado de una siesta en la tarde.
Después de cepillarme los dientes, bañarme y ponerme el uniforme del colegio privado al que asistía, fui a la cocina a esperar que mi padre saliera de su cuarto. Tenía los brazos apoyados en el mesón negro de la cocina mientras revisaba las notificaciones de Facebook en mi teléfono, y escuchaba a mi madre, que mantenía una llamada con una tía lejana. Hablaban de la reciente e inesperada muerte de mi tío, quien hacía cinco días había ingresado al hospital con dolores en el pecho y dificultad para respirar y había salido en un ataúd, ante la mirada atónita de mis tías y primos. Mi madre le decía a mi tía lo perpleja que estaba, no podía creer que aún tuviese en la mesa las medicinas que la doctora le había recetado a mi tío. No noté tristeza en su voz, sino una mezcla de cansancio y estrés.
De pronto mi padre salió del cuarto. Me despedí de mi madre, que me respondió con una seña mientras que con la otra mano sostenía el teléfono, y salimos del apartamento para ir hasta el coche.
El trayecto al colegio fue rutinario, con la misma luz azul que en las mañanas parece emanar del cielo, la calle, las personas, los animales y todos los demás componentes de un pueblo. Cuando llegamos al colegio me despedí de mi padre, bajé del coche y entré por la pequeña puerta blanca de metal.
Estuve toda la mañana en lo que yo llamo piloto automático, sin poder concentrarme totalmente en ninguna de las materias (en las que ya no había más contenido que dar), con la mente dispersa, pensando en que en menos de un mes y medio iba a dejar mi país para mudarme a otro continente. A la 1.30 pm salí de mi última hora de clases y llamé a mi madre para que fuera por mi, pero no me contestó, seguramente estaba ocupada con los trámites para sacar mi pasaporte, pensé. Así que le pregunté a Juan, un compañero de clases que vivía cerca de mi casa, si su padre podía llevarme: —¡Claro!, está a punto de llegar — me respondió.
Después de unos treinta minutos su padre llegó a buscarnos. Tenía una vieja Toyota Samurai de un color rojo pálido desgastado por el sol, con unos faros amarillentos que parecían tener más décadas que el liceo en el que estudiaba. El interior estaba completamente desordenado, lleno de papeles, tierra y herramientas; era el coche de alguien que trabaja la tierra. Juan se subió adelante en el puesto del copiloto y yo me subí atrás, intentando hacerme un hueco entre todo lo que había en el asiento. Cuando logré sentarme su padre arrancó, y mirándome por el espejo retrovisor me preguntó si tenía prisa, yo sin pensarlo contesté que no.
—Es que tengo que ir a Rincón Moreno primero.
—No hay problema. —le respondí.
Rincón Moreno era un sitio rural, donde abundaban las fincas congeladas en el tiempo que parecían ser sacadas de un libro de agronomía del siglo XIX. Estaba a unos treinta minutos del pueblo en el que vivíamos, por lo que pensé en escribirle a mi madre para avisarle que llegaría tarde. Pero cuando saqué el móvil lo primero que vi en la pantalla fue el logo de la marca, indicándome que ya no tenía batería. Así que le dije a Juan que me prestara el suyo, puesto que lo último que necesitaba antes de las vacaciones era un castigo de mi madre, pero su teléfono no tenía cobertura, ya estábamos en la carretera y desde esa zona era prácticamente imposible comunicarse. Me resigné a ver los árboles por la ventana, pensando en de qué forma iba a explicarle a mi madre la razón de mi tardanza.
Después de casi cuarenta minutos llegamos a una pequeña finca rodeada de árboles en medio del campo. El padre de Juan se bajó sin decir nada y entró a la humilde casa que se encontraba en medio de la parcela, mientras que su hijo y yo nos quedamos en silencio dentro de la camioneta. Al cabo de cinco minutos, debido al calor, Juan se bajó a coger aire; como yo no tenía nada que hacer, pues mi móvil estaba apagado, me bajé también.
Mientras lanzábamos piedras a un gigantesco árbol de mango Juan me empezó a contar lo que su padre había ido a hacer a ese sitio: —Es la casa del señor Carbelis, está enfermo del corazón y mi padre lo ayuda a vacunar el poco ganado que le queda. No tiene hijos y su esposa es casi tan vieja como él…
En aquel entonces era mucho menos empático de lo que soy hoy. Me sentía estafado por parte de la religión, ya que había perdido a mi tío unos años después del fallecimiento de mi abuela sin ninguna explicación aparente. Por ello me declaraba profundamente ateo y renegaba de todo lo que tuviese algún tinte sentimentalista. Debido a esto, la historia que me contó Juan sobre el hombre que vivía en aquella finca no tuvo ninguna clase de efecto en mi al principio, y digo al principio porque justo cuando Juan formuló la última palabra su padre nos llamó con un grito —¡Muchachos!, vengan a saludar.
Cuando me giré vi al padre de Juan, que era un hombre de unos dos metros, junto a otro que parecía casi de la misma altura pero encorvado a tal punto que parecía medir poco más de la mitad. Tenía una larga barba blanca y la piel dorada, curtida por el sol. Sus ojos grises parecían estar llenos de historias y un sombrero de paja dejaba ver mechones de canas, me pareció estar viendo a un vinicultor recién llegado de las laderas del Vesubio en medio de los llanos occidentales venezolanos. De pronto tosió con fuerza y se encorvó aún más, pero tan rápido como se encorvó, se enderezó casi por completo y se sentó en una silla de mimbre azul y blanco. Cuando su pecho se hizo visible pude ver una enorme cicatriz que se extendía verticalmente desde la base de la garganta hasta debajo del esternón.
Nos presentamos con un fuerte apretón de manos. Mientras don Carbelis hablaba, yo escuchaba atentamente todo lo que decía, incluso su voz parecía haber sido sacada de un vinilo de los años 50, aterciopelada y ronca al mismo tiempo.
Nos contaba cómo habían cambiado las cosas desde su juventud, cuando cultivaba maíz en su tierra e iba a la ciudad a venderla para ganarse la vida; ahora no podía cultivar nada, pues le robaban toda la cosecha y acudir a la policía era un chiste. Esto, combinado con la increíble dificultad para conseguir los medicamentos que le recetaba el médico que venía a verlo dos veces al mes, consumían su vida poco a poco. Había sufrido dos infartos, y una cirugía en la que por poco muere. Estuvimos conversando veinte minutos, mientras el padre de Juan vacunaba una a una las vacas del viejo agricultor. Aunque tal vez conversar sea faltar a la verdad, puesto que el hombre no podía enlazar más de diez palabras sin hacer una pausa para colocarse una mano en el pecho y reponerse.
Vi al padre de Juan, que había terminado de vacunar la última vaca, y pude notar como sus ojos se pusieron vidriosos cuando nos empezábamos a despedir. Carbelis le agradeció y le dijo que había sido un placer verlo otra vez, le explicó que se despedía de aquella manera porque sin su benazepril (la medicina que su corazón necesitaba desesperadamente) no sabía cuánto tiempo más iba a poder aguantar. —Dale saludos a tu mujer de mi parte. — dijo, para luego despedirse de Juan, de su padre y de mí con un apretón de manos tan fuerte como el que nos había otorgado minutos antes. Estaba presenciando como un hombre de unos 70 años aceptaba su muerte como algo inminente e irremediable, y todo por no poder conseguir una medicina que dos años atrás podría haber conseguido en una farmacia a diez minutos de mi casa. Acto seguido salimos de la vivienda para subirnos a la Samurai y dirigirnos de nuevo al pueblo. En profundo silencio.
Me impactó enormemente esa despedida, tanto, que había olvidado que mi madre no sabía dónde estaba, y que probablemente estaría furiosa conmigo cuando llegara a casa. Teniendo esto en cuenta, le pedí prestado el teléfono a Juan para dar señales de vida a mi madre apenas encontrase un poco de cobertura. Así lo hice, mi mensaje fue simple y conciso: “Soy Alejandro, estoy con Juan y su padre, fuimos Rincón Moreno y por eso tardamos tanto, ya voy en camino”. Lo envié con la esperanza de que no me llamara furiosa de vuelta, pero para mi sorpresa no sólo no llamó, sino que además respondió con un “OK, te dejo la comida encima de la mesa.”
Estuve otros cuarenta minutos de viaje de regreso al pueblo, más otros diez minutos desde el centro hasta la urbanización en la que vivía, convenciéndome de que mi suposición no estaba equivocada: “Dios no existía” y la situación por la que atravesaba aquel pobre hombre, que se sumaba a la muerte de mi abuela y de mi tío y a otras incontables barbaries que pasaban cada día en el mundo, lo verificaba.
Cuando llegamos a la urbanización me bajé de la Samurai, me despedí de Juan y le di las gracias a su padre, quien a pesar de haberse despedido de un gran amigo tal vez por última vez hacía casi una hora, me obsequió una sonrisa y se despidió cordialmente para posteriormente hacer un giro de 180 grados y marcharse. Me acerqué a la puerta peatonal de la urbanización y con un silbido le dejé saber a los vigilantes de la garita, que estaba a unos cinco metros de la puerta, que me encontraba allí y que necesitaba que me abrieran la puerta. Uno de ellos asomó la cabeza con una gorra negra por la ventana y me vió, entonces el pestillo de la puerta moviéndose hizo un sonido eléctrico, empujé la puerta y entré. Al pasar enfrente de la garita le di las gracias al vigilante, que me respondió con un “hasta luego”.
Cuando llegué a la puerta de mi casa saqué mis llaves, y mientras buscaba la adecuada para la puerta de hierro blanca, escuché que abrían la segunda puerta de madera desde dentro. Era mi madre, abrió la puerta metálica y entré. Me sorprendió el no encontrar ningún indicio de enojo en su rostro, pero me sorprendió aún más que siguiese con la pijama puesta.
—Bendición.
—Dios te bendiga hijo —su voz era de lo más calmada—. Ahí está la comida, hice puré de papas.
El hambre me estaba matando, así que me senté a comer en el mesón negro de la cocina sin prestarle mucha atención al porqué mi madre no estaba enojada conmigo y me centré en su pijama.
—¿Y esa ropa?, pensé que estabas con lo del pasaporte —empecé a comer.
—No, estuve durmiendo toda la mañana, me sentía mal —se sentó enfrente de mi y se puso a enviar mensajes desde el teléfono— . ¿Y tú qué hiciste?
Le conté sólo lo básico, sin entrar mucho en detalles ya que nunca he sido el tipo de persona que entabla largas conversaciones con sus padres. Pero por alguna extraña razón, que aún hoy ignoro, cuando estaba contándole a mi madre la situación del señor Carbelis , empezaron a salir lágrimas de mis ojos. Mi madre se dió cuenta y me preguntó qué me pasaba, ambos estábamos extrañados. Yo no me sentía triste, en realidad no recuerdo haber estado sintiendo ninguna emoción en específico, pero ahí estaba, llorando mientras le contaba a mi madre la historia de un hombre que acababa de conocer y que vivía a una hora de mi casa, en medio del campo. Mi madre se levantó y me agarró la cara, le dije que estaba bien, pero de pronto ella también empezó a llorar. Al parecer, lo que le estaba contando le había afectado, y al verme llorar a mi, estalló. Se sentó y con una servilleta se secó las lágrimas. Entonces continué contándole la historia de aquel pobre hombre, y sucedió: en ese momento, de mi boca salió el nombre de la medicina para el corazón imposible de conseguir, Benazepril. Paré en seco al decirlo pues ni siquiera sabía que recordaba el nombre (siempre he tenido una memoria pésima), y al levantar la vista me encontré a mi madre con los ojos como platos clavados en mi. Sin mediar palabra se levantó de la silla, y pasando detrás de mí, se dirigió a la alacena, donde además de la comida guardábamos también las medicinas.
Volvió a sentarse y puso tres cajas de pastillas sobre la mesa.
Inmediatamente cogí el teléfono de mi madre, busqué el número de Juan en el historial de mensajes y lo llamé. En menos de diez minutos su padre estaba en la entrada de la urbanización.
Esa noche no pude dormir. Me sentí la persona más ignorante y arrogante sobre la faz de la tierra por haber asumido ciegamente que no existe nada más que lo que se puede ver y tocar. Aquel acontecimiento fue como un rayo de luz entrando en la cueva de Platón en la que se había convertido mi vida. Y aunque no me hizo creer en Dios o en el destino, por lo menos me hizo dejar de negar la existencia de ambos.
El hecho de que el último día de clases (al cual podría haber faltado perfectamente) mi madre no contestara mi llamada, y que tuviese que pedirle por primera vez a un vecino (con el cual casi no hablaba) que me llevara, y que su padre tuviese que ir ese mismo día a un lugar al cual yo solo conocía de oído, y que además en ese sitio estuviese un hombre muriendo por la ausencia de una medicina que yo tenía en mi casa, no podía ser una mera casualidad. Parecía que todo hubiese estado destinado a suceder en el momento justo, desde la súbita muerte de mi tío hasta la también súbita lucidez que tuve al recordar el nombre de la medicina.
Una semana después Juan me escribió. Me contó que don Carbelis había empezado de nuevo el tratamiento, aquellas medicinas le bastarían para unos dos meses más, suficiente tiempo para esperar una nueva operación a la que se sometería, y que además me había enviado una bolsa con huevos de sus propias gallinas en forma de agradecimiento. Sentí que mi vida había servido para cumplir un propósito mucho mayor que cualquiera que hubiese podido imaginar. A los dos días fui hasta la entrada de la urbanización a recoger la bolsa plástica azul que contenía los huevos, y al tocarla sentí que existía algo más. Algunas personas lo llaman Dios, otras destino y otras casualidad. Yo no encontré palabra alguna que lo definiera.
Argos.
Muy bueno, me gustó bastante la historia, y por supuesto la reflexión.
Particularmente sobre este tema tengo gran cantidad de preguntas e ideas con las que podría verificar o negar la existencia de ese "Dios/Destino". No tengo claridad, y guardo ciertas dudas, pero me parece sumamente interesante.
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Muchas gracias!!
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Me gustó mucho tu post @mordor1110, así son las cosas de la vida y todo pasa por algo. Éxito en Steemit
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