Llegó el invierno y nos quedamos sin voz. Un largo silencio nos acompaña a lo largo del día. Me miras con pena porque vago como una gata maullando por los rincones con el hambre y la sed cotidianas. A veces toco tu puerta y siento que no hay nada adentro, y bajo al sótano de los recuerdos y veo que hay tanto amor acumulado, guardado y sin usar. Tú que eras asombro sumergido, que me cantabas todas las noches al oído, que besabas todos mis lazos, uno a uno, desamarrándolos, estás hoy tan callado.

La habitación nupcial es un espacio de extrañas resonancias, surcada por límites invisibles que nos separan las manos, los cuerpos, los ojos. Era preciso que habláramos de la capa de polvo que lo empezaba a cubrir todo, de los ecos, de los monosílabos, de esa costra dura que es la cotidianidad. Pero preferiste el silencio, posponiendo el derrumbe. Empeñado en mantener un castillo que es solo ruinas, te detenías a recoger o reparar un sentimiento, pero se nos echaba a perder otro, y así cada día. Ahorita somos simples corazones de cartón y ha comenzado a llover.

A través de la distancia te miro y quiero morderte el silencio, meter mi boca en la tuya para que bebas todas mis palabras, para que ante tu simple susurro caiga yo arrodillada, pero te miro y suspiro, y tú sabes que con cada suspiro estoy gritando, echando afuera lo poco que puede estar quedando. Sabes que en este instante se está formando un maremoto, la más terrible de las erupciones y prefieres mirar por la ventana.

Por si te interesa saber, hoy saldré a la calle y enterraré un pedacito de mí en tierra fértil, la otra parte de mí la meteré en el refrigerador por si te dan ganas de comer y allí puedas encontrarme. A un pedacito de mí ya le duelen las raíces del vientre y ni un hijo tenemos para arrullarlo. Ni eso pudiste darme.

HASTA UN PRÓXIMO RELATO, AMIGOS