Quemé mis cuadernos como quien quema vieja correspondencia, vergonzosa e infantil. Su humo negro se levantaba hasta ahogar las copas de los jacarandás, que eran testigos silentes del holocausto de mi memoria. Las palabras se desintegraban en cenizas que el viento dispersaría sin concierto ni propósito hasta desvanecerse, desprovistas de su naturaleza; con ellas, cerraba inexorablemente la ventana hacia las imágenes de mi niñez: mis tristezas, mis esperanzas, mis confesiones y ficciones. Cobraban cuerpo el aire, el agua, la tierra y el fuego; se esfumaban la verdad y la justicia; se calcinaban ensoñaciones derivativas; se trocaba el pasado en olvido. En la hoguera no había diferencia entre la ruda madera y el refinado papel; ambos eran el alimento y la materia del fuego voraz. Los jacarandás en su majestad lloraban pétalos de compasión, de los que algunos se unían a sus primas miserables. Buscando aliviar el picor de mi cara, torné del foco mi mirada, la cual terminó dirijiéndose hacia el croto; me pareció que sus huesudas ramas se inclinaban sobre mí, y que las manchas de sus hojas eran a la vez verrugas de vejez y ojos que me escrutaban en grave silencio. Sobresaltado retrocedí y cerré los ojos: las impresiones de la lumbre sobre mi retina interferían con la oscuridad de mis párpados; el humo llenaba mis pulmones y su acre olor dañaba mis narices; el sonido crepitante era lo único que se oía en el jardín. No sé cuánto tiempo pasó hasta que abrí los ojos en dirección de la hoguera: el fuego se desvanecía, y de su festín iban quedando sólo las sobras incineradas. Sostuve la mirada; después la subí siguiendo los últimos hilos de humo. El carbón ya no era el papel ni el grafito ni la tinta; pero tampoco lo era el vapor que se llevaba el viento -- y sin embargo, ambos estaban allí: uno concreto, consumido, humilde; el otro abarcante, invisible, etéreo. «Este aire y esta tierra ya no serán los mismos», me dije sin palabras, mientras una ventizca se llevaba las últimas exhalaciones negras dando paso a la luz del sol. Llovieron abundantes lágrimas de las copas de los jacarandás; el croto, por su parte, seguía observando en silencio, inescrutable pero certero. A mí me ardían los ojos con un picor inexplicable.
Hoguera (relato)
7 years ago by nicodemos (40)
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Excelente narrativa. Saludos.
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¡Gracias por el elogio! Saludos.
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