Él, un hombre ocupado con su trabajo, siempre concentrado en sus reuniones y proyectos. Ella, una mujer con un gran sentido del humor y, quizás, un poco más de paciencia de la que él merecía.
Una noche, mientras cenaban, el esposo, entre bocados de su plato de pasta, decidió tocar un tema que llevaba tiempo rondándole en la cabeza, aunque no sabía muy bien cómo plantearlo. Finalmente, se armó de valor y, con su tono más neutral, dijo:
—Cariño, hay algo que siempre me he preguntado… ¿Por qué nunca me dices cuando… ya sabes, cuando llegas al clímax?
Ella levantó la vista del plato, mirándolo con una mezcla de sorpresa y picardía. Sabía que su esposo no era precisamente un poeta en temas de romanticismo, y mucho menos cuando se trataba de hablar de intimidad. Pero esta vez decidió no dejárselo fácil. Con una sonrisa traviesa, respondió:
—Es que no me gusta molestarte cuando estás en el trabajo.