Ya hubiesen querido las Musas tener una voz como la que tuvo Eco antes de todo el incidente con Zeus y Hera. Fuera como fuera, sabían los griegos antiguos que la del problema era Hera, que en primer lugar no tuvo que haberse casado con este dios caprichoso, de amores tan sueltos y urgencias tan permanentes (ni divorcio ni papeleo, el feminismo tendría que esperar un par de miles de años para convertirse en una fuerza a considerar). Mala suerte para Hera, y mala suerte para Eco, que pagó con creces el haber seducido o el haberse dejado seducir por el barbudo padre de todos los dioses.
Eco nombraba las cosas y nombrándolas las ocasionaba. Cuando hablaba las palabras aparecían como acabadas de hacer, recién nacidas, ingenuas, inspiradas, vitales, grotescas, bruscas y refinadas. Las palabras no sabían lo que eran hasta que Eco las decía, las palabras no existían hasta que Eco las necesitaba. Por aquello terminó tropezándose con Zeus, o Zeus con ella y pasó lo que dios quiso que pasara, es decir, lo que Zeus había querido. Sabrán las Moiras por qué tuvo Hera que enterarse de este trastrueque entre la ninfa y el padre que reúne las nubes, y por qué tuvo que castigarla como lo hizo, sabiendo (o no) lo que significaría para el resto de nosotros.
Ya lo sospechaban los griegos antiguos, desde que Eco perdió la voz, no hemos dicho nada nuevo. ¿Que por qué? ¡Yo cómo voy a saberlo!
Como un matrimonio hastiado de lo cotidiano, repetimos y repetimos las mismas frases, los mismos eslóganes, todo lo que decimos y queremos decir lo robamos (o lo tomamos prestado si es que somos civilizados) de los panfletos que han rodado por siglos, incontables veces, en incontables formas, replicas e imitaciones de lo que sea que a Eco se le antojó decir allá en el Monte Helicón. Representaciones que se han ido entroncando con otras representaciones y palabras que remiten a otras anteriores, ya dichas, ya melladas, ya rotas, metidas en un entramado de historias cacareadas generación tras generación.
Zeus siguió campante su vagabundear divino, sin un pellizco de remordimiento, porque a él no le importa la retórica, prefiere más bien el hablar del cuerpo, el del sudor del lecho y otras celebraciones hormonales; las palabras son problema de otro. ¿Y como no? Tuvieron que ser los humanos los que se encargaran del asunto. Y de ahí llegamos al pobre Homero, que se acercó por los pelos a alcanzar a Eco, y atravesamos a vuelo rasante de águila calva la historia toda de la literatura hasta nuestros días, y nos encontramos a Shakespeare dándose golpes en la cabeza con los muros de un castillo cualquiera, buscando el decir exacto, la forma sublime, adecuada, precisa; y a Cervantes tras las rejas de algún profundo calabozo, conjurando al Quijote, pescándolo de aquel aire raro que llenaba su mundo de conversaciones ralladas, marcadas, sentenciadas a sonar hasta el fin de nuestros días; y vemos a Rulfo, mucho más reciente, mucho más nuestro, en el eterno escapar del silencio que le pisaba los talones y que por momentos llegaba a alcanzarlo realmente; y a Arguedas que amenazaba con decir o morir y a todos, todos los demás. Cuando maldijo a Eco, la ninfa, no sabía Hera que condenaría al resto de nosotros, los humanos, y que con especial saña, castigaría a esas mujeres y esos hombres, y esos niños y esos viejos, que hacen del decir una nueva forma de supervivencia.
Bueno, bueno, sin rencores. Nos hemos convertido en criaturas escépticas, ya los dioses no tienen la culpa de nuestros males, ni sus maldiciones significan nada. Pusimos a los inmortales junto al Coco, al Chupacabras y a los Ovnis y los reservamos para los documentales raritos de medianoche y para esa gente que se prepara para el armagedón vampiro con estacas y balas de plata.
-Hey, hey, no te olvides de los ajos. ¡Jamás te olvides de los ajos!
En teoría dejamos atrás a todos nuestros grandes enemigos, todos inventados o todos reales, no importa. Deberíamos poder decir en libertad ¿Quién se acuerda de Hera en estos días? (no les pregunté a ustedes neohelenistas). Y sin embargo Eco no ha dicho nada nuevo, repite lo que nosotros repetimos de ella en primer lugar.
Nada nuevo que decir, o que crear, toda obra es una copia, toda presentación una representación, gritamos con los gritos de otros y hablamos con las voces de otros. Nada insólito, nada, cero. Pero esto no puede ser verdad ¿O sí?
¿No hemos escuchado demasiadas veces la misma historia, los mismos chistes, los mismos romances que ya suenan a comedia, el mismo terror, el mismo ruido?
Quizás nada existe hasta que le damos una palabra y la pronunciamos, y puede que vaya siendo tiempo de inventar nuevas formas de contar el amor, de confesarlo, de prometer, de querer, de detestar, de ansiar y caminar. Tal vez hayan otros “te amo” y “te odio” esperando por ser descubiertos y desatados.
¿Si alguien tuviera algo que decir, lo diría, lo dirá, podría prometerlo?
Porque Eco es ahora la que espera por aquellos que quitan del lienzo la nada, y la escultura de la roca, por los que consiguen la sinfonía en el silencio y la hacen cantar por los instrumentos, y por aquél que, con cada nuevo día, se enfrenta a la página en blanco y a la memoria pérdida.
Imagen tomada (prestada) de algún alma creativa en la red. Crédito a sus autores, por supuesto.
Wow Realmente muy interesante.
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¡Muchas gracias por leerme @jhoxiris , se hace lo que se puede con lo que se tiene!
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Muy interesante, quedan incógnitas que serian buenas de resolver algún día jaja!
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Pues esa es la idea @etpbravo ... Las preguntas siempre están allí, intactas, por más que nos esforcemos en responder. Y a pesar de que no lo parece, resulta ser un pensamiento bastante reconfortante ¿No lo crees?
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Demasiado y estoy totalmente contigo!. Siempre habrán cosas de que hablar y de cada cosa siempre saldrán preguntas al aire.
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