De niño escuché un antiguo proverbio callejero, en rima, que decía: "El amor y el interés se fueron al campo un día, y más pudo el interés, que el amor que te tenía". Esa es una realidad muy cierta en la gran mayoría de las relaciones entre personas. Lo que nos mueve la mayor parte del tiempo son los intereses y no el amor. Cuando Dios entregó a la humanidad los diez Mandamientos, lo hizo porque Él sabía muy bien lo que hay dentro de nosotros. Por eso la mayoría de los Mandamientos están expresados en forma negativa, aparecen como prohibiciones: "No tengas dioses ajenos, no te hagas imágenes, no te inclines a ellas, ni las honres, no tomes el nombre de Jehová tu Dios en vano, no mates, no te acuestes con la mujer de tu prójimo, ni se la codicies; tampoco robes, no le digas mentiras y no le codicies, ni sus empleados, ni su negocio, ni nada de lo que él tenga". También hay dos de estos mandamientos en forma positiva: "Acuérdate del día de reposo y honra a tu padre y a tu madre". Pero Jesús dijo que había un Mandamiento mayor que todos esos, en realidad son dos Mandamientos que resumen todos los anteriores: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas". Y el que le sigue es tan importante como el primero: "Amarás a tu prójimo como a tí mismo".
En nuestros días se habla mucho sobre las personas que supuestamente, tienen la autoestima baja y por donde quiera encontramos modernos métodos para que puedan "subir su autoestima". "Cree en ti, confía en tí mismo, piensa que eres capaz, haz ejercicios Yoga, etc. Bueno, el término está mal usado, porque autoestima no quiere decir otra cosa que el aprecio o la consideración que usted o yo, tenemos de nosotros mismos. Se les está diciendo a las personas que deben aprender a amarse a sí mismas, porque de esa manera podrán triunfar, vivir bien y amar a los demás. En cambio, la realidad es que si nos hacemos una introspección sincera, podremos darnos cuenta de que nos amamos mucho más de lo normalmente estamos dispuestos a reconocer y mucho más de lo que pudiéramos amar a las personas que nos rodean. Muchas veces nos sentimos mal porque nos parece que no nos han tomado en cuenta. O tal vez porque no han sido lo suficientemente considerados con nosotros; pero lo cierto es que no conozco a nadie que sea desconsiderado con él mismo o que no tenga en cuenta sus beneficios o provechos propios en cualquier cosa que haga. Cuando menos, está buscando reconocimiento o agradecimiento por parte de las demás personas. Aunque a veces, hay a quienes les basta con el reconocimiento y la valoración que se dan a sí mismos, al auto catalogarse como buenas personas, según sus propias medidas.
Es cierto que muchos son capaces de dar la vida por un hijo, por la madre, por la persona amada, por una causa o un ideal y hasta por un animal. Vi hace poco la noticia de un hombre que arriesgó su vida por salvar un oso. Todo eso es cierto; pero no es mi propósito hablar en este artículo sobre las razones que pueden movernos a realizar tales hazañas, sino más bien, quiero enfocarme en el hecho de que vivimos en un mundo movido por el interés y no por el amor.
Crecí en una sociedad donde se inculcaba mañana, tarde y noche, y por todos los medios habidos y por haber, que seríamos los forjadores de una sociedad perfecta, donde existiría una "alta conciencia", en la que nada sería de nadie, todos los bienes serían de la comuna y nadie reclamaría algo que fuera suyo propio. Supuestamente, en esa sociedad, uno tomaba cualquier bicicleta que encontrara, (por poner un ejemplo) la usaba para ir al lugar que deseaba y luego la dejaba a disposición de otros que la necesitaran. Por loco que parezca, fueron creados muchos proyectos y planes que obligaban a las masas a vivir y compartir en comunidad. Sin embargo, lo que vi al paso de los años, fue que la maldad aumentó a niveles que nunca hubiéramos imaginado y hoy nadie cree en ninguna de aquellas utopías. Las nuevas generaciones de jóvenes que ellos "fabricaron", no tienen nada que ver con aquellos ideales. Sus pensamientos, sus estilos de vida, sus intereses, y hasta la forma en que visten; se hallan tan distantes, que si les contáramos de las cosas que de ellos se esperaban, se quedarían mirándonos con cara de burla y dirían: "¿De qué está hablando este? Este está fuma'o". (Expresión para decir que estás loco.)
Si el amor a los demás fuera el motor que moviera a la humanidad, ¡qué distinto sería el mundo! ¡Un mundo movido por el amor a los demás, no necesitaría del dinero! Digamos que si solo el 20% de la humanidad se moviera por amor a los demás, este mundo sería muy diferente de como lo conocemos; pero lo que nos mueve la mayor parte del tiempo es el amor.
No, no es que me haya equivocado; déjenme repetirlo: lo que nos mueve la mayor parte del tiempo es el amor; pero el amor a nosotros mismos. El interés no es otra cosa que amor a nosotros mismos. Pudiéramos parafrasear el dicho callejero: "El amor a ti y el amor a mí se fueron al campo un día, y más pudo el amor a mí, que el amor que te tenía".
No estoy proponiendo en ninguna manera una solución a este problema que tanto daño hace al mundo, más bien quiero enfatizar cuánto bien nos puede hacer el aprender a despojarnos un poco de nuestro amor a nosotros mismos y volvernos más altruistas. Este amor hacia los demás que propongo aquí no es la expresión de sentimientos o puras emociones hacia los demás, sino la decisión de hacer bien a las personas que nos rodean. Pudiéramos decir que este es un amor frío, porque se trata de acciones desinteresadas e incluso secretas (como Jesús nos enseñó, no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha) que hacemos por el placer de hacer bien a otros y verles progresar. Un sabio maestro que mucho admiro me dijo: "Mi mayor gozo es que mis discípulos lleguen a ser mayores que yo". "Es que deben serlo" - me dijo - "porque ellos llevarán de lo que yo les di, más lo que ellos mismos aporten".
Yo sé que las cosas que pienso y que escribo no son las más populares, ni las que más agradan a la mayoría; pero cuando escribo, tengo que decidir entre monetizar y mis propias convicciones. Entonces, estas últimas me conducen irremediablemente a ser lo que soy y a decir lo que pienso, antes que decir lo que podría reportarme mucho dinero. Con esto no pretendo demostrar que soy una persona totalmente desinteresada, porque entonces ya no sería lo que soy, ni estaría diciendo lo que realmente pienso. Si yo fuera así - y ojalá lo fuera - sería como mi Señor Jesucristo; pero en realidad "no soy digno de desatar la correa de sus sandalias".
Solo quiero hacer un llamado a reflexionar en esta realidad, porque he visto los resultados durante muchos años. Muy poco me he esforzado en eso de, negarme a mí mismo y darme a los demás; pero en la medida que lo he conseguido, he tendido recompensas gratificantes de parte de Dios. Y digo de Dios, porque de los seres humanos, muy escasas veces he recibido algo así como gratitud o algún reconocimiento. Muchas veces cuando haces bien, te pagan con mal. Creo que es la razón por la que cada vez, encontramos más personas que prefieren "amar a los animales" antes que amar a sus semejantes, porque estos, al menos si te muerden o te comen, no están conscientes de que te están haciendo mal.
No obstante, como no somos animales y sí sabemos lo que es malo y lo que es bueno, debemos esforzarnos en amar y practicar el bien a nuestros semejantes. No he dicho cuáles son esas recompensas que he recibido aunque son muchas; pero creo que puedo resumirlas en unas palabras que aparecen en el capítulo 3 de la primera epístola del apóstol Pedro, dónde él viene animando a los creyentes a ser de un mismo sentir, compasivos, misericordiosos, amigables y les dice que deben amarse entre ellos fraternalmente, no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo. Entonces él cita lo que parece haber sido un himno de la época: "El que de veras quiera gozar la vida y vivir días felices, guarde su lengua del mal y que de su boca no salgan palabras engañosas. Aléjese del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella. Porque el Señor tiene los ojos puestos sobre los justos y los oídos atentos a sus peticiones; mas el Señor se opone a los que hacen el mal". (1 Pe 3. 10-12 LBLA)
Pasar por este mundo haciendo bien a quienes nos rodean, hace que Dios prospere la obra de nuestras manos y nos traiga sobre todas las cosas, paz interior y deseos de vivir. ¿De qué pueden servir las riquezas materiales si no tenemos reposo en nuestro interior y si nuestra conciencia no está limpia? Muchas personas con buena posición económica cortan sus vidas con el suicidio, lo que demuestra que hay razones, más que suficientes, para darle prioridad al amor (amor al prójimo) antes que al interés (amor a uno mismo) porque dar y bendecir es la fórmula para recibir y ser bendecido. Si bien, de parte de los hombres no podemos esperar mucho, (aunque hay excepciones) de parte de Dios, sí vendrá la recompensa. Eso funciona a nivel de personas, a nivel de familias, a nivel de asociaciones y a nivel de naciones.
Sin embargo, no puedo finalizar sin decir lo más importante. Y es que hay un solo motivo o razón que nos puede impulsar a amar al prójimo como a nosotros mismos, el amor a Dios. El amor a Dios con todo nuestro corazón, mente y alma; en fin, con todas nuestras fuerzas, con todo lo que somos. Ninguno de nosotros amamos a Dios así; pero muchos de nosotros sí le amamos; le amamos porque Él nos amó y nos salvó primero. Y porque le amamos a Él, es que tenemos una razón más que suficiente para amar a nuestros semejantes. Y descubrimos algo misterioso, pero realmente poderoso: no hay felicidad, ni sueño, ni realización mayor en esta vida, que cuando vemos los resultados de haber hecho aquello que Dios nos pide.
La Biblia dice que el que dice que ama a Dios y no ama a su prójimo (lo aborrece) es un mentiroso, pues es imposible que no ame a ese que está viendo todos los días y en cambio, sí ame a Dios, a quien nunca ha visto. Amar a Dios significa amar sus valores, amar las cosas que Él ama y odiar las cosas que Él aborrece. Amar a Dios significa luchar por el bien y tratar de ir quitando de nosotros todo lo que sabemos que no es agradable a Sus ojos. Amar a Dios es darle más valor al amor hacia los de afuera, que al amor que normalmente sentimos por nosotros mismos. Amar Dios y a nuestro prójimo, es la clave de la felicidad verdadera.
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