02.10.19

in spanish •  5 years ago  (edited)
Hoy ha sido la tercera clase de neurociencia. La profesora de vez en cuando se detiene a mitad de su exposición, meditando, viendo los ventanales del salón, y se nota su inseguridad. No sé si es neurocientífica o solo tiene una formación respecto al tema. En la universidad nunca se puede estar seguro de quien te da clases. En realidad, uno nunca termina de estar seguro de quienes son los demás. A veces, en las horas muertas, me detengo a observar los corredores, los corredores brillantes de luz filtrada por los ventanales a cuadros, una luz como el sol visto desde el fondo de una piscina, y me pregunto qué vida llevaran los pasos que resuenan en las baldosas, esa vida que nadie ve ni intuye y, sin poder evitarlo, nos arropa, nos persigue como una sombra. Y, en este caso, cuando la profesora se detiene en un gesto imperceptible, fijándose en el aire, casi nada, una rozadura, apenas un aleteo, se asoma su tristeza. Casi nadie parece reparar en ello y quienes lo hacen, lo disimulan en una concentración avergonzada. Yo, en cambio, puedo verla. Mientras recorre el aula enseñando, conversando entre las filas de alumnos, yo percibo su tristeza bañándola por completo. Como si todo su cuerpo estuviera impregnado por una capa de sudor muy fina o por el rocío de la madrugada. M, que también lo ha advertido, es de la opinión de que existe alguien abusivo en su vida. Un novio, amigo u amante que ha fuerza de malos tratos ha ido socavando paulatinamente su firmeza. Sin embargo, no creo que sea la razón. En toda relación siempre hay un intercambio de fuerzas que terminan erosionándose mutuamente. Por supuesto, la mirada de la profesora no tiene el brillo alocado de quienes sucumben ante el amor, pero tampoco la patina opaca de quienes son prisioneros de una férula opresiva. Su mirada es distante, va mucho más allá. Como si estuviera en la proa de un barco, en lo alto del mástil, divisando el mar. Entrecerrando la comisura de los ojos, intentando ver, entre una tormenta de arena. Me da la impresión de un día llegar agotada de dar clases a su casa, o lo que ella llamaría hogar, un hogar en donde no la conocen como profesora solamente, sino que, al contrario, es llamada por su nombre verdadero y, luego de cenar y acomodarse para dormir, repasar su vida, la sucesión de momentos que la conforma, encontrándose una isla, una isla con una casa minúscula y en su interior, acomodadas y limpias, todas sus certezas e ideas arregladas en estricto orden. La imagen la llena de espanto y de tristeza, una tristeza que desde ese día le cae como un vestido, al darse cuenta que su vida era simplemente eso, una isla solitaria y que no había nada ni nadie alrededor. Un pedazo de tierra en un azul infinito.

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