Sueños.

Una vez leí que los existencialistas tienen tres modelos para afrontar la vida. Suicidarte. Entrar en desesperación. O aceptar el absurdo de la vida. Vivir en la Furia no es diferente.
Estoy escribiendo en el Departamento, ya que en mi residencia llevo tres días sin internet.
Una amiga mía en una conversación telefónica me dijo que cuando la desarraigaron de su habitación, el cuarto que había tenido alrededor de ocho años, ya que la reorganización en su casa es habitual, sintió encontrarse por primera vez arrojada en el mundo. Sin lugar al cual recurrir. Sin una cueva. A pesar de todo, no puedo decir que el Departamento me fuera ajeno, o en todo caso, me fuera hostil. Tampoco quiero decir con esto que este acostumbrado a sus sonidos y rincones. En el Departamento vivía mi prima segunda, con su esposo y sus dos hijas. Es un sitio en penumbras, delicado. El octavo piso de una residencia acomodada con un amplio ventanal a la avenida. Los autos pasan en un fluir constante, un rumor, que me recuerda a los mares en la oscuridad. No sé qué quiero escribir, la verdad. Quizás los últimos sueños que he tenido. Son lugares tristes, que en la vigilia creo reconocer. Y muchas veces me ha pasado caminar por calles en donde reconozco parentesco de sus versiones oníricas. Aparte del sueño del hombre que camina, existe otro. Este de una especie delirante. Primero relatare el hombre que camina.

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Hoy has visto un hombre caminando. Te quedaste hasta tarde en una reunión y al volver, el cielo se oscurecía. En un principio viste a una docena de personas que como tú, deambulan por calles apagadas. El hombre iba delante de ti, tambaleándose de vez en cuando, aferrándose el bolso sobre la espalda. Te distrajiste por un momento, ya que solo recuerdas que al volverlo a fijarte en él, caminaba cerca de una kilométrica pared blanca. Debía de tener tiempo andando, en un momento pensaste que caería exhausto, aguantaste el aliento, pero no, él lleva desde el inicio del mundo avanzando, andando, siempre bajo las guerras o el caos, hasta el fin del mundo. Sabías que de detenerse, se detendría todo. Por eso mientras daba zancadas los viste alejarse. No existía nada más. Te detuviste y el hombre atravesó la penumbra de una farola rota, al intentar alcanzarlo, al otro lado, lo viste tan lejos que no creías posible que pudiera haber llegado hasta allí. Pero allí estaba. Un hombre caminando. Mientras el mismo se observa.

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La base del segundo sueño no la puedo precisar. Lo tuve la primera noche en el Departamento. Nunca se me ha dado el dormir bien en casas solitarias, y más si sufren el agravante, de ser poco frecuentadas por mí. Mientras me debatía en la cama tuve la extraña, pero familiar, íntima, certeza, de que alguien estaba al otro lado del ventanal. Ya he señalado que este daba a la avenida y quedaba justo enfrente de una parada de buses. Por alguna razón esta idea no me pareció descabellada, ni excéntrica a pesar de lo tarde de la hora. Sino que, al contrario, fue juzgada por mí como si fuese una persona completamente cabal quien, en una conversación razonable, la hubiera planteado. Me ha pasado muchas veces, sobretodo en esa hora en donde la muerte encarna su significación más negra, encontrar en mi sugerencias perversas. Como si una parte, el otro yo que yace encubierto en el día, se satisficiera de esos deseos malignos. Esa voz, la que había doblegado a mi yo-razón, aseguraba que al otro lado, en la parada de buses, me esperaba alguien. Intente imaginarme muchas veces aquel personaje que, al lado del poste rojo que indicaba la parada, me aguardaba. Siempre he sido una persona imaginativa, o me gusta incluir entre mis atributos este, pero la cara y los rasgos del hombre que según mi otro yo debía esperarme, me eran esquivos. Estaban cubiertos por una bolsa oscura. La única posibilidad de identificarlo y saber quién así me esperaba, era justamente levantarme y atender su llamado. En los sueños de este tipo, logró despertarme antes de que deje atraer por la curiosidad del misterio. Durante el día veo una parada solitaria. A sus pies los autos se deslizan indiferentes.