Talón de Aquiles
—De todos los guerreros amados por Dios, este es el que más odio.
Bajo el cielo grisáceo y un terreno árido se reunían cientos de hombres: cascos, corazas, escudos, grebas, lanzas y espadas se encontraban en su lugar exacto. Todas las miradas se concentraban al frente; nadie quería perderse ni un movimiento de lo que estaba por suceder.
Uno de los guerreros desenvainó su espada sin vacilación y caminó sin mirar hacia atrás. Al verlo, la expresión de su enemigo se asemejaba a la de un toro rabioso, listo para batallar; cada uno de sus músculos se tensionaron mientras volteaba y buscaba impetuosamente la aceptación de sus filas.
La multitud lo vitoreó y su enemigo apenas se inmutó.
El duelo había comenzado: el más fornido, obsesionado con ver el rostro sin vida de su enemigo, levantó dos lanzas. El otro guerrero había comenzado una marcha lenta, pero decidida.
La primera lanza fue esquivada con éxito. Agilidad y destreza eran las palabras perfectas para describir cada uno de los movimientos de este guerrero. La segunda lanza no se hizo esperar, pero al igual que la primera, falló su cometido. Justo en ese momento, comprendió la importancia del asunto y aceleró su paso.
El guerrero calvo y sin coraza no se había movido de lugar, convirtiéndose en el blanco ideal de su enemigo. En un minuto, su vida pasó por delante de sus ojos, sacó su espada, pero era demasiado tarde: el más chico con un salto ágil y un puñal contundente que entró en contacto con su vena aorta lo sentenció eternamente. El tiempo pareció detenerse y todos los presentes contuvieron la respiración.
Pasos indiferentes y una expresión adolorida; una caída de rodillas y un levantar victorioso. El guerrero más amado y más odiado había ganado la batalla.
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