La primera vez que contemplé extasiado la iglesia de Jesús, llamada Casa Professa en Palermo, en esa Sicilia amalgama de civilizaciones y arquitectura, no salía de mi asombro, tanta belleza me deslumbró, me recordó a Stendahl y su síndrome, pero al mismo tiempo hizo descender sobre mi, un Pentecostés personal, que me mostró de forma absolutamente evidente, como la arquitectura es además de un arte propio con funciones y belleza específicas, un sustento de las demás artes con las cuales, en absoluta armonía, ha creado un juego de volúmenes, luces, sombras y colores de asombrosa variedad y encanto, que durante siglos y hasta el presente, ha dejado una impronta imborrable en la historia de las artes, y que de alguna manera, es el testimonio material de las más grandes civilizaciones y culturas universales.
Un legado insustituible que declara rotundamente las más altas aspiraciones de hombre y mujeres de todas latitudes. La arquitectura es el crisol alquímico en el convergen y se transforman todas las artes, incluida la música que sin las grandes catedrales, quizás no hubiera alcanzado las alturas que alcanzó y no nos hubiera dejado las sublimes obras de Bach y de otros compositores maravillosos.