Todos soñamos con el éxito. Es nuestra meta, o nuestro destino en la vida.
Para algunos, el éxito consiste en ganar mucho dinero, vivir cómodamente y jubilarse sin problemas.
Otros sueñan con volverse hábiles en alguna actividad, ganar dinero y lograr la admiración de los demás como seres importantes y sabios.
Hay otros que ven el éxito como la acumulación de bienes materiales, sin incurrir en deudas. Tener una casa propia, conducir un auto lujoso, poder entrar a una tienda y comprar lo que a uno se le antoje…ese es el éxito.
También hay quienes equiparan el éxito con tener una familia feliz: una esposa o esposo amoroso e hijos obedientes.
Todos albergamos el sueño de alcanzar el éxito.
La Biblia dice: “Pon tu delicia en el Señor y El te dará las peticiones de tu corazón” (Salmos 37:4). Es una promesa maravillosa. Al parecer, el problema es que esto rara vez sucede. Quiero decir, si ocurriera con frecuencia, muchos gozarían de salud, fortuna y sabiduría, pues es lo que deseamos, ¿verdad?
¿Por qué, no logramos entonces, el éxito, si es lo que desea nuestro corazón?
¿Será que tenemos una idea equivocada del éxito? ¿Tal vez no hayamos captado las condiciones que Dios establece para el éxito?
La primera condición, la única en realidad, es “pon en el Señor tu complacencia”. En otras palabras, pon a Dios ante todo. Jesucristo dijo lo mismo cuando instó a sus discípulos: “Pero buscad primero su reino y su justicia, y todas estas cosas os seran añadidas” (Mateo 6:33).
El problema no es el carecer de metas, sino que el tener metas equivocadas.
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