Saludos, amigos y lectores de Steemit. En esta ocasión quiero contarles de mi propia voz una historia que le conté a la periodista Albor Rodríguez, y que ella recogió en una nota biográfica sobre mí en el libro Nuevo país de las letras (Antonio López Ortega, 2016). Creo que podría contar este post dentro de la serie de textos que reflexionan sobre algunos temas relacionados con la literatura infantil y su enseñanza, porque en este caso hablo de la experiencia de la lectura en voz alta (tema sobre el cual espero escribir un post más detallado y menos anecdótico) y cómo esta puede contribuir a convertir a los niños en lectores. Pasen con confianza y disfruten.
El cuento que le eché a Albor | De cómo me hice lector
Fuente: Foto del archivo familiar, reproducción escaneada
La abuela Antolina en su cédula de identidad, emitida en el año 1957, aquí tenía 30 años
Entonces tendría yo unos seis o siete años. Esa navidad, como casi todas las de mi infancia, recibíamos el año nuevo en casa de mi abuela materna Antolina. Mi abuela vivía en un caserío –llamarlo pueblo sería una exageración– que bordeaba el río Manzanares y está al pie de un cerro, en medio del campo. Una calle que se bifurca o dos calles que se convierten en una sola, según se vea. El nombre del caserío es Las Trincheras, y queda a hora y media de nuestra casa familiar en Cumaná. Mamá cargaba con sus hijos –mis cinco hermanos y yo– y nos íbamos a la casa de bahareque y madera de la abuela, que se llenaba de nietos por aquellas fechas. Los rituales familiares eran inamovibles; recibíamos el año con la abuela, y era una cosa innegociable. En estos casos mamá no transigía, a menos que verdaderos motivos de peso nos lo impidieran.
Que yo recuerde, no había nada de particular en las celebraciones del año nuevo de ese entonces, pero para mamá era de suma importancia que estuviésemos con la abuela cuando el reloj marcase las doce de la medianoche el día treinta y uno. Que yo recuerde, no había cañonazo ni himno nacional, menos el bullicio de fuegos artificiales o la gritería de vecinos borrachos. Todo se restringía al espacio de la casa, una reunión íntima en todo sentido. Que yo recuerde, no se trataba más que de un abrazo de felizañonuevo y unas cuantas lágrimas por los que ya no estaban entre los vivos.
El mayor atractivo de aquella breve estancia era el río, que estaba a escasos cincuenta metros de la casa de la abuela. Un río caudaloso y de piedras abundantes al que no podíamos ir sin la compañía de los adultos. Solo teníamos permitido ir con libertad a la casa de la tía Petra, hermana de abuela Antolina, que estaba al lado, también con un patio amplio y un fogón humeante durante todo el día. Y un aparato de radio colocado en el pasillo exterior, donde la tía Petra y su marido reposaban durante las tardes a la sombra.
Que todos los nietos estuviesen bañados y vestidos antes de que cayese el sol era una empresa harto complicada, en la que mis tías y mi mamá ponían todo su empeño hasta que hasta el último de nosotros estaba entalcado y perfumado y vestido con las ropas de estreno para la ocasión. Sin embargo, muchos de nosotros nos quedábamos dormidos antes de las diez de la noche, rendidos por el ajetreo de ese día y porque no entendíamos del todo de qué se trataba aquello de esperar el año nuevo.
Sí recuerdo que aquella noche algo llamó mi atención en casa de la tía Petra, cuando ya faltaba poco para la entrada del año nuevo: en el aparato de radio sonaba el poema «Las uvas del tiempo» en la voz del propio Andrés Eloy Blanco.
Fuente: Foto de una foto, tomada por Adonay Pernía
Aquí tendría yo unos seis o siete años, tiempo aproximado al que corresponde esta historia
Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como todos tienen su madre cerca...
¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas este alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas;
el hálito canalla
de las mujeres ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.
Que aquello era un poema y que el señor que lo recitaba era Andrés Eloy Blanco y el nombre del poema lo supe muchos años después. Yo lo escuchaba detenido frente al aparato, y me sentí atrapado por aquello que no comprendía pero que había captado mi atención como no lo había hecho nada hasta ese día, al menos que yo recuerde. Era como si aquellas palabras eran dichas para que yo las escuchase; aquel hombre de voz torpe y poco agraciada leía para mí, aunque estaba seguro de que no comprendía en absoluto media palabra. De ese estado me sacó mi madre cuando casi me gritó:
«¡Muchacho, vas a recibir el año escuchando radio!»
Me estuvo buscando por los alrededores, preocupada, creyéndome extraviado, pero esto también lo supe después. Aquello que para mí fue un descubrimiento me transformó para siempre mi relación con la palabra, lo conocí luego en sus detalles por las muchas referencias que en la tradición oral de mi ciudad circulaban y eran de dominio común.
Fuente: Foto propia, tomada con un teléfono celular ZTE Blade A110
Patio central de la casa natal del poeta Andrés Eloy Blanco, estatua sedente del poeta y parral en el fondo
Y yo no salí indemne de aquella experiencia.
Cuando me preguntan cuáles fueron las circunstancias por las que me convertí en lector y en narrador, mi mente me traslada a aquella noche, la víspera de aquel año nuevo, junto a aquel niño de seis o siete años de pie frente al aparato de radio, escuchando un poema que ni siquiera comprendía, y no puedo evitar que una amplia sonrisa se dibuje en mi rostro.
@reycard, tengo que confesar que me atrapaste y prometo leer todos los post que publiques de ahora en adelante.
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Es una promesa difícil de cumplir, @evagavilan, pero te agradezco mucho el gesto y tus palabras.
Un abrazote.
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Te felicito, @reycard. Qué fresco y suave tu texto. Como dice @evagavilan, nos atrapas desde el principio. Conozco esa emoción a orilla de río... gracias por traérmela de nuevo...
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Gracias por la lectura, @alidamaria. Un gusto tu visita por este post. Me alegra que te haya gustado. Un abrazote.
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¡Me encantó esta historia! La casa de la abuela materna siempre era el lugar de encuentro familiar, de muchas travesuras y aprendizajes. Gracias por compartir, @reycard.
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Gracias a ti por leer, @aurodivys, y también por comentar. Sí, esos lugares de la memoria y de los afectos son universales e inamovibles.
Un abrazo.
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No pude comentar tu texto antes, @reycard, pero, al menos, lo leí y voté al séptimo día (ayer en la noche). Es una bella y conmovedora historia; primero por el motivo que origina la experiencia infantil y el ambiente donde ocurre (¡qué significativas las orillas!); pero luego, por ese encuentro con la palabra creadora, y que sea, precisamente, un poema donde la madre es el núcleo; quizás he allí un nodo de ese profundo sentimiento maternal que siempre te acompañará. (Por cierto, no he visto foto de tu madre, pero tienes mucho del rostro de tu abuela). Gracias por tu post, @reycard.
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Me conmueven mucho tus palabras, @josemalavem. Agradecido por la lectura y por el comentario. Eso sí que no me lo habían dicho, lo del parecido con la abuela... Saludos!
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Mírale(te) los ojos.
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