El teléfono sonó una, dos, tres veces. Yo dejé que sonara, no quería interrumpir mi lectura. Alguien más atendería. Fue mi hermana menor. Desde mi habitación no alcancé en un principio a escuchar su voz. Pero casi de inmediato comenzó a reír y su risa hacía que su voz al hablar fuera estridente. Traté de aguzar el oído, pero no me era posible identificar el contenido de lo que decía. Tanto reía que no le quedaba aire más que para intercalar entre sus estertores palabras entrecortadas que soltaba en un tono tan agudo que recordaba al chillido de un niño. Yo me preguntaba qué sería lo que la hacía reír de ese modo, qué podría estar diciéndole quien estaba del otro lado de la línea para lograr tal efecto en ella.
No fue sino hasta que colgó el teléfono y gritando salió corriendo al encuentro de mis padres, que me di cuenta que esa risa no era risa. Ni el diablo reiría de esa manera.
La fatalidad es un grito agudo y llamó a nuestra casa.