(Imagen libre de derechos de autor: pixabay.com)
Seguí la mancha
piso áspero
concorde
a la fragilidad
de los cristales
rotos.
Las cenizas,
cigarros sueltos,
papeles quemados,
con señas del no.
Aquel pájaro,
dejó pasar
por la ventana abierta
la brisa del cuento.
Lo vi venir:
desde la plaza triste,
entre los carros y el frío,
de esa torre-casa-marfil,
cuando el cuerpo
cayó,
y dejó una grieta en la acera.
La mujer dormía
mientras la pesadilla,
desatada tormenta,
devastaba el cardonal
de la sala,
y los cuadros de pose
caían al suelo,
y se descosían
los pliegues del sofá,
y las paredes blancas
se fueron veteando de rojo,
y la carne crujía
ante el festival
de cuchillos.
El otro cuerpo
era un colador de ilusiones
con flores de burbujas
borboteando carmesí
en la alfombra del balcón.
“No escuché nada”
dijo a la policía,
mientras el hijo
(perdido prodigio)
veía el blanco incognito
de su futuro.
Nadie le creyó.
Ni la lágrima.
Ni la anécdota.
Ni la coartada.
Ni el sensible
agradecimiento
a los zombis
del tuiter,
los fantasmas
del instagram,
los espantapájaros
del Facebook.
Pero la escena,
cómplice muda
de aquel desastre,
acaparaba el silencio
del caos,
como quien esconde
el botín de la mina
y el pozo.
Nada qué hacer,
dijo la burocracia,
pintando en el expediente
un cangrejo monocroma.
No podemos
adivinar del aire
los pormenores
del sexo,
ni pensar siquiera
que aquellos hombres
se compartían amores,
o vicios,
locuras febriles
del polvo
o los polvos,
el intercambio de cadena
en gemidos,
ni esas facturas
emocionales
que cobra la rabia,
la frustración
que es la fusta
que hiere
a cada latido
donde sopla el aire
veloz
y rompe el vacío.
Todo da asco.
Desde las tareas pendientes,
hasta el llanto de los niños
huérfanos,
porque sus viejos ufanos
decidieron matarse
por un arrebato,
de celos, de drogas, de lujuria
(pienso especulando).
“Les dije que durmieran”
respondió al micrófono
(automática)
la susodicha.
Les dijo que la paz
alcanza el letargo
de la noche,
y arrulla las moscas
encantadas,
y sopla los bombillos
amarillos de las lámparas,
y sus ronquidos los dejó
en medio del brindis,
entre risas y chanzas
fulminadas de pasado
adolescente,
escaleras de barrio,
golfeados de abuela,
y dentro del agridulce
de la muerte,
todo eso que fue,
castillo de arena,
se derrumbó
con una ola
de fantasmas.
Después de estos días
abrazo a los míos,
lloroso,
y suspiro buscando
la niebla turbia
de lo real,
robándole tiempo al trabajo
para estar en un mundo
lejos de toda la mierda,
pidiéndole a la providencia
estrellada
que por favor,
evite de mis trayectos,
los peajes del mal.