Disforme, contrahecho y translúcido, este bestiario fantástico habita en el insondable azabache de las más profundas simas.

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Allí donde no alcanza el más mínimo atisbo de santificada luz solar. Allí donde el frío es inefable, pero donde la gélida agua no se hiela debido a las anticristianas presionas atmosféricas y a las infernales concentraciones salinas.

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Adaptados a un mundo al que ningún ser debería adaptarse, muchos generan su propia luz, como extraños alquimistas del abismo eterno.

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Fauces desproporcionadas, dientes de sable, de sierra, de daga, de puñal, de punzón, de estilete. Grotescos apéndices cuyo uso apenas puede ser inferido por los más trasnochados opiómanos.

Sin duda un submundo abandonado de la presencia de Dios, donde habitan y matan monstruos sacados de las pesadillas más febriles. Feo aquí, horrible allá, espantable acullá. Algunos de ellos parecen hechos de lechoso cristal, dejando ver sus impresentables entrañas.

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Otros, de execrables y amenazantes ojos ciegos. Otro habrá por mil extraños garfios afeado, si afearse más se pudiera a los experimentos fallidos de la creación.

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Otro de estos lamentables mostrencos, tiene el cráneo transparente como la bola de un pitoniso, y los ojos, dentro del feo cráneo, atisban de manera antipática a través de la bóveda de su frente.

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Y en el fondo limoso de ese inframundo, indignas criaturas medran en los cuerpos caídos de olvidados cetáceos, mientras otros se alimentan de partículas que, como pútrido maná, llueven desde la superficie.

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Siéntase afortunado, o lector pío de que estos seres fronterizos no aparezcan en su apacible sueño.