Hace tres años me quedé sin empleo y decidí darme un par de meses para hacer lo que más me gusta, que es no hacer nada. Nunca he entendido a la gente que llena su vida de actividades y corre de un lado a otro para no ir a ninguna parte. Cerca de mi casa estaba el salón municipal y descubrí que era muy movido. Un día fui y vi en la programación que los jueves a las siete de la noche se reunían Los Telépatas.
Por las mañanas estaban los grupos de zumba y de manualidades, que en su mayoría eran frecuentados por mujeres. Por las tardes estaban el grupo de ajedrez y el de damas, frecuentado por hombres. Por las noches estaban programadas actividades varias, y para mi sorpresa, había un taller literario los días martes. No soy aficionado a los talleres, pero saber que hay gente que se reúne para intentar literatura en un país tercermundista como el mío era algo alentador.
El grupo de Los Telépatas fue el que me llamó la atención. ¿Quiénes podrían reunirse ahí? ¿El nombre era sólo una broma o de veras habría gente que creía ser telépata? La telepatía, por si el lector no lo sabe, es comunicarse a través de la mente sin necesidad de ningún tipo de lenguaje, inclusive a kilómetros de distancia. Eso por supuesto, no es posible.
El primer jueves que tuve oportunidad fui a la reunión y procuré llegar temprano para ver de qué se trataba el asunto. Cuando llegué a la reunión a las seis y media de la tarde estaba un hombre de unos sesenta años, canoso, con barba de candado. Le pregunté de qué iba el asunto ahí y me dijo que el mismo nombre del grupo lo decía Los Telépatas, pero que por ahora no aceptaban nuevos miembros. Le pregunté entonces si era cierto que se comunicaban por medio de la mente. Respondió que sí, pero que no me daría más detalles. Le di las gracias y me retiré, forzar el asunto probablemente no era buena idea.
Comprobé entonces que era cierto, que había un grupo de locos que se entretenían pensando que podían comunicarse a través de la mente. Bien visto, no era tan raro, hay gente que cree en extraterrestres, ovnis, ángeles, cielos, infiernos y milagros. Toda persona que tenga uso de razón puede elegir creer lo que quiera, desde Santa Clos hasta Mahoma, pasando por supuesto por Jesucristo.
Pero la intención no es herir las creencias y susceptibilidades de los lectores, ustedes sabrán perdonar la divagación sin sentido. Permítame el lector continuar. Uno de los primeros resultados de Google para la palabra telépatas es una banda de rock argentino. También aparece un artículo de una “revista científica” que dice que todos somos telépatas, pero que confunde el término porque se refiere a la interpretación de los gestos y a la deducción lógica que todos los humanos poseemos y que nos permite interpretar lo que otro piensa. La telepatía es diferente, porque es el mensaje puro el que se transmite sin ninguna señal de ningún tipo.
El siguiente jueves por supuesto que volví a ir a la reunión de Los Telépatas. Estaba el mismo hombre canoso de barba del jueves pasado. Me vio y me preguntó que qué quería ahora. Le respondí que quería participar y saber de qué se trataba el grupo. Me respondió con una mirada desconfiada y me dió un formulario para llenar y me pidió que lo trajera lleno el siguiente jueves. También me indicó que llevara cien quetzales, que era lo que costaba la membresía del grupo.
Ahí empezaba a cuadrar todo, era un grupo en el que alguien se aprovechaba de la gente que quería creer en algo que no fuera o pareciera religión. Nada nuevo. El formulario hacía preguntas básicas sobre la profesión, nacionalidad y otros datos generales. Tenía algunas preguntas sobre el concepto de telepatía y preguntaba directamente si uno creía. Dudé, pero puse que no creía, porque el hombre canoso ya había percibido mi incredulidad.
Llegué al siguiente jueves también a las seis treinta. Por fin podría conocer a los frikis que formaban el grupo. El hombre canoso se presentó como el facilitador Tomás Robinson, y me dijo que no me engañaría, que los intentos telepáticos muy rara vez terminaban en algo concluyente, pero que las pocas veces que había sucedido había sido memorable. La última vez había sido a finales del año pasado, cuando en plena sesión uno de los asistentes había logrado comunicarse con otro sin ninguna duda. Existe en internet el Journal of Telepathy al que enviaron la documentación de la experiencia, sin embargo por algún error en la misma no había sido aceptado. Sonaba muy convincente y contaba con tal detalle la situación que por un momento le creí.
Uno a uno fueron llegando los demás telépatas. Eran siete hombres y una mujer, ninguno era menor de cuarenta ni mayor de sesenta. Yo a mis treinticuatro resultaba ser el más joven. Me fueron presentados y me presentaron. Los que parecían más compenetrados en la actividad eran un médico de apellido Vargas y la mujer, una abogada llamada Mercedes. Ella era delgada y atractiva, a sus cuarenta y cinco resaltaba en el grupo.
Por lo que vi en la primera sesión ninguno estaba totalmente convencido de que existiera la telepatía, salvo el facilitador Robinson, que era un tipo ameno para charlar y que además aderezaba la teoría telepática con puntualizaciones científicas. Después supe que había estudiado física en la universidad y que vivía de las rentas de su padre. Aparte del médico Vargas y Mercedes la abogada, los demás no tenían título universitario pero parecían medianamente cultos.
La plática de ese día trató sobre la sinestesia, ese fenómeno que hace que algunas personas observen colores cuando escuchan música o sientan algún sabor cuando tocan algo. La charla fue muy amena y al final había panes con pollo y refrescos. No eran tan frikis como yo supuse y un par de ellos leía literatura de ficción como yo. No fue un espectáculo raro como el que yo esperaba, era gente común, era gente normal.
En las siguientes dos sesiones se trataron temas como los agujeros negros y la predicción de los eclipses. En la cuarta sesión tocó hacer experimentos telepáticos. No hubo ninguna experiencia telepática. El experimento consistía en que uno de los asistentes leía mentalmente una carta de un mazo de barajas y otro que estaba en un salón aparte debía intentar saber cuáles eran. Antes cada uno se debería concentrar en la imagen y el carácter de la otra persona. La que leía las cartas era Mercedes y el otro era un profesor de secundaria viudo. El profesor acertó dos de diez, pero ese número no era suficiente para superar al azar, según dijo el facilitador Robinson. El experimento no fue concluyente.
Seguí yendo al grupo y tuve un par de citas con Mercedes que no pasaron a más. En alguna sesión Robinson mencionó que todos nosotros hemos experimentado alguna forma de telepatía, como cuando nos acordamos de alguien que queremos justo en el momento en que le pasa algo malo o algo bueno.
Al cabo de tres meses obtuve un trabajo y empecé a faltar a las sesiones. En alguna sesión a la que falté el experimento telepático estuvo a punto de convencer a Robinson. Al siguiente día de la última sesión a la que fui, por la mañana me recordé de que tenía ya casi cuatro meses de no saber de mi papá. Nos habíamos peleado por algo que no recuerdo ahora, no habrá sido tan importante, al menos para mí.
Por la noche me llamó mi papá y me dijo que en la siesta de la tarde había soñado conmigo. Estoy bien papá, le contesté. Me contó que había tenido neumonía y me asusté, y empecé a interrogarlo nerviosamente sobre todos los síntomas y medicinas y doctores que había consultado. Pacientemente me respondió a todo. Luego le conté de mi nuevo trabajo y del grupo de los telépatas. Adiviné su sonrisa desde el otro lado del teléfono. Le conté que justo había pensado en él por la mañana. Hablamos durante más de una hora, como teníamos tiempo de no hacer.
Ya viste —me dijo, poco antes de colgar—, no es bueno andar por ahí como un sabelotodo engreído. Hay muchas cosas que no sabemos, muchas cosas que no podemos explicarnos. Como el cariño que te tengo y siempre te tendré, cabrón.
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