Saludos steemianos: En esta oportunidad, hago un esfuerzo para salirme de mi zona de confort al escribir un tema relacionado con esos recuerdos de infancia que marcan toda la vida. Los pueblos de las costas venezolanas no se escapan de esas historias, cursis para algunos pero aleccionadoras para otros. A continuación el texto, para su consideración y comentarios.
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Su piel se irritaba bajo la inclemencia del sol costanero de Rio Seco, mientras su rostro daba desde hace tiempo señal de su presencia. Estaba sola en aquel paraje, transportando su mente a otros lugares donde una hollada del destino marcó su corazón.
Las dunas chocan insistentemente en sus pies descalzos, totalmente tostados por la sal, provocando una indeseable piquiña, aunque acostumbrada a ellas, no le importa su molestia.
Paredes móviles, protegen con gran destreza al pequeño refugio de Jacinta, apodado desde hace años como “Cantaleta”. Jacinta, bella mujer, piel morena, de cabellos frondosos como los majestuosos cocoteros. Sólo que en estos lares, cactus y cujíes adornan el paisaje.
Las cruces del cementerio casi desaparecen por los continuos desplazamientos de arenas, cuyos únicos adornos son los matorrales secos empujados por la brisa.
Los chivos descansan dentro del corral aglomerados en la pequeña sombra que les proporcionan un tinglado destartalado y con muchos huecos. Delgadas gallinas encierran el recinto, que con sus polluelos dan vida a su amparo.
Entrando en una espesa meditación; se vislumbran dos embarcaciones acercándose a la orilla. Son pescadores que salieron a alta mar, en la madrugada. En ese momento, agradecidos por su buena faena y retorno, desde lejos comenzaron a cortejarla.
-¡Perla dorada, a orilla del mar! - escucha indiferente, y valerosa se aparta del lugar. El sol le provoca un grupo de surcos alrededor de sus apretados ojos. No pasa desapercibida, por su escultural figura.
Medita dirigiéndose a casa.
-Cantaleta- dice
-Eres mi alegría, en ti nací y me criaron, viste mi único fruto sola en estas tierras- mira a las colinas donde casa vacías curioseaban sus desventuras.
-Vieja y descuidada estas, las manos no te han vuelto a tocar- empuja la puerta quebradiza, abriéndose con dificultad. El piso duro y seco se muestra a lo largo de su diminuta extensión. Adorna el sitio con objetos casi más antiguos que la casa. Un chinchorro que sostiene la pieza y en la esquina dos tinajas de arcillas rojas filtrando agua, la necesaria para aplacar la sed causada por el tiempo.
Curioso merodea Pitincho, su inseparable perro; siempre pendiente de lo que hago. En el fogón la leña arde, hirviendo el agua que pronto pasaría a formar parte de un delicioso guayoyo. La sigue Pitincho una y otra vez. Ella se echa en el chinchorro.
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De pronto, una gorra cae sobre la mesa, el olor a café perfuma el corredor, sus ojos centellaron su presencia. En un buque extranjero que prestaba sus servicios en el puerto cercano, trabaja el esbelto marinero.
-Que rico hueles- dice el huésped aspirando el aroma que desprende la taza llevada hasta su nariz.
Jacinta bien vestida, supo que vendría. Las miradas se cruzaron justamente cuando el trueno interno atascó su máquina viviente.
No resistió su estancia, debilitando sus piernas por el acercamiento de él. Esa tarde sus cuerpos chocaron tantas veces, que sus pieles sudaron ante el éxtasis que logró absorber a los seres que yacen descansados en el amanecer.
Un aire lleno de emociones rodeaba sus cuerpos desnudos. Cobijas, ocultan sus partes más íntimas.
El buque pronto partirá. Lo sucedido justificaba aún más, su regreso. Ni una sola palabra lograba escabullirse entre los labios de Jacinta.
Cantan los gallos. Suena fuertemente el pito del buque anunciando su regreso a tierras extranjeras. Botes en la orilla encienden sus motores. Por fin el adiós y las promesas.
-Te espero- le murmura Jacinta. El marinero con su gorra entre las manos junto a otros compañeros, la mira, despidiéndose con una ilusionada sonrisa le confirma su petición. Las manos se amarran, meciéndolas de un lado a otro.
Pitincho ladra, logrando que Jacinta volviese en sí. Revivir recuerdos no ayuda a mantener los cinco años desde aquel adiós.
El vaivén del chinchorro inquieta al animal, sin dejar de seguir su trayectoria desde el suelo.
El cuarto se ilumina. Un delicado cuerpecito se moldea a la entrada. Dirigiéndose al columpio de hilaza. La niña de piel blanca y ojos azulados llamada Claudia deambula por su historia. Con un salto se incrusta delicadamente al lado de su madre. La succión del dedo pulgar la tranquiliza.
El pie de Jacinta se apoya en la pared y toma impulso. Mientras, hastiado, Pitincho se acomoda debajo de la mesa.
Una pregunta demuestra el vocabulario improvisado de Claudia, por su corta edad.
-¡Má! ¿Po´qué me llaman, hija del mar? - los impulsos cesaron, dejando paralizando el chinchorro como el rostro de Jacinta.
Hablar en ese momento, cuando el viento abre inoportunamente la ventana, atravesando a Cantaleta, no era oportuno.
Como explicarle. Que su padre partió un día, mar adentro, encontrándose con su fin, producido por un lamentable accidente, aceptando lo ocurrido cuando las corrientes arrastran hasta la orilla, su gorra marinera que yace intacta sobre el mesón.
Coordinar las frases, respirar, o cualquier otro gesto le sería complicado entender a Claudia.
La niña miraba emocionada el recuerdo que le mostraban. La gorra aun recibiendo la poca arena que penetra por la puerta trasera del corredor.
Succiona su dedo pulgar y cierra los ojos.
Jacinta aspira fuerte y toma impulso nuevamente.
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Gracias por leer. Hasta la próxima.
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Saludos @velazquez, muchas gracias por el apoyo del proyecto cervantes. Abrazos a todos.
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Hermoso arte aquel que has escrito
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Gracias @marriakjozhegp por visitarme y comentar. Abrazos
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Enhorabuena, tu mensaje ha sido "up-voted" por @dsc-r2cornell, que es la cuenta "comisaria" de la Comunidad de la Discordia de @R2cornell.
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