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No celebrábamos nada. O sí… celebrábamos la flor de la juventud, como en todas nuestras rumbas. Ser unos jóvenes de 19 años con tantos proyectos por delante y mucho tiempo para concretarlos nos hacía sentir ventajosos ante los treintañeros que ya van contrarreloj para formar una familia y hacer cosas aburridas de gente adulta. De tan solo imaginarme con 35, un trabajo y una casa a mi cargo me da dolor de cabeza.
Ese día me vestí elegante para impresionar a los desconocidos de la discoteca y cautivar a algunos con mi belleza. ¡Lo logré! Dos chicos me invitaron tragos durante la noche, bailé con 3 o 4 más e intercambié mi número falso con uno de ellos. Por supuesto, no dejé a mis amigos de lado, con ellos disfruté de la velada como nunca. Bailamos y coreamos nuestras canciones favoritas, y nos embriagamos hasta que el piso empezó a moverse a nuestro ritmo.
Pasadas las 5 de la mañana decidimos ir a casa. Jorge, el mayor de nosotros se ofreció a llevarnos a todos. Yo enseguida me auto designé como la copiloto. Ir detrás me marea, adoro ser la DJ de los carros y además, no quería arruinar mi vestido con todo el bochinche que los muchachos tenían atrás. Nina iba en las piernas de Juan, Fercho el encargado de la botella que nos quedaba repartía tragos cual bartender en Las Vegas, y Laura y Alberto iban como una parejita feliz dándose besos y abrazos a cada segundo. Eso me resultaba un poco repugnante.
Jorge aceleró y emprendimos el viaje a la primera parada: La casa de Nina. En pocos minutos, Fercho había fracasado como bartender y todos atrás iban bañados en ron. Él culpó a Jorge por su mal pulso. ¡Afortunadamente, mi vestido y yo nos salvamos por mi sabia decisión de ser la copiloto! Me imaginé que un desastre así pasaría.
Puse las canciones del momento a todo volumen y cantamos a coro. La sensación fue la mejor de la historia. Nosotros gritando canciones que ya ni recuerdo, con el viento en nuestros rostros a 200kph y el sol a punto de salir. Era casi poético.
En un instante Jorge se dejó llevar por la música. Estaba tan inspirado que cerró sus ojos al igual que yo. De repente me sentí confundida y se cambió la canción. Fue como si el rock pesado se hubiese convertido en un ballet. Me sentí como una bailarina que hace piruetas por los aires. Jorge se abalanzó sobre mí en una fracción de segundos y ambos seguimos el compás. Ese día me vestí elegante para el día de mi muerte.