La magia de un ultimo aliento

Cuando nos llega la muerte nuestra alma se libera de esta cáscara corpórea. Lo primero que sucede en el tránsito, es la ebullición de nuestra composición atómica. El aire retenido en los pulmones se escapa como una exhalación y se eleva en una danza armónica, como una esfera que desteje sus hilos en un vaivén ascendente. Lo que parecía nuestra carne, se separa poco a poco, en un viaje hacia dentro, como el retornar de los pétalos hacia el centro de la flor dormida, buscando nuevamente la forma original de sustancia fértil que nutre la tierra. El agua que corre como torrente sanguíneo se congela, se coagula, como lava de volcán inactivo, como líquido marciano que se resguarda a la espera del gran fuego de la nueva vida que surgirá sin duda tras el traspaso. Es aquí cuando sucede lo hermoso, lo nunca visto hasta entonces por ninguno, pues cuando pasa ya no se es. Miles, millones de luces aparecen y desaparecen como aleteos en un mar de mariposas infinito, que encienden la negra noche de la eternidad en azules chisporroteos. Como centellazos de una llamarada, viajan, se entrecruzan y miran las almas que emana el gran fuego de la eternidad. Algunos destellos retornan al núcleo amarillo, atraídos por su fuerza magnética; otros se disgregan, circunvuelan como luciérnagas en la completa vastedad del bosque espeso interminable. Rayos, líneas de luz ramificadas como un árbol genealógico se trazan y relampaguean, encendiendo aquella negritud en fosforescencias cálidas. Magnificas presencias excursionan en el no tiempo, fulgores moleculares inextinguibles, chispas continuas, burbujean, bullen, hacia la vida desde el gran fuego.

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