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Había llegado a Barcelona subida en una primavera traviesa, amotinada en algunos momentos en los que cerraba el cielo con un muro de piedra o en los que lo abría más allá del ecuador.
En una mochila llevaba lo imprescindible, incluido un ojo móvil de plástico dentro de una esfera de plástico, una semilla de haba y un libro de Julian Beck. Más tarde pensaría dónde dejarla, que era lo mismo que dónde iría a dormir. En ese momento sólo quería consentirme la deriva, callejear hasta que la urbe me confesara algún secreto.
De repente, apareció ante mis ojos un parque de unos treinta metros cuadrados con un cinturón de hierba sorprendentemente saludable, y en su centro, dos bancos con vistas al Paseo de Gracia. Me pareció un oasis en medio de la nada, me acerqué lentamente y descansé en uno de los asientos.
En el del lado de la izquierda había un par de mendigos, una señora mayor, pelo largo, cara de pocos amigos, saludé, buenos días, tardes ya, me dijeron unos ojos azul barreno, rasgados y riéndose a carcajadas, idénticos a los del gato de Cheshire. Eran los del compañero de la longeva señora, un hombre joven que no tardó en sacar de sus pertenencias una bandeja de macarrones, cuidadosamente envuelta en papel de aluminio, con una salsa de tomate al más puro estilo napolitano, que olía a campos de albahaca. Me ofreció y no me resistí a probarlos, estaban riquísimos. Me dijo que un restaurante cercano les guardaba los restos de las comidas, que prefería ése a otro, porque cocinaban muy bien.
La mujer miraba de reojo y con cara de pocos amigos, continuando en silencio hasta el último macarrón. Pero cuando el joven me ofreció un canuto de crema, regalo de un pastelero solidario, sin apartarse ni un milímetro de la rabiosa sinceridad que debía de caracterizarla, gritó, más que dijo: “¡que se lo compre ella!”, mirándome por vez primera de frente, directamente al tercer ojo. El joven rió, como diciendo que no le hiciera caso, y me mostró una caja de zapatos en la que había un conejo blanco que dejó salir para pastar en la hierba.
En esos momentos comprendí qué estaba viviendo, traduje la exclamación de la anciana por ”¡que le corten la cabeza!”, miré los ojos sonrientes azul cobre, al conejo apresurado, y pensé que mi viaje a Barcelona estaba empezando muy bien.
Me despedí de ellos, agradeciéndoles la amable invitación, y me dirigí hacia no sabía dónde, notando una sonrisa tras la nuca, porque es cierto lo que decía Carroll, muchas veces había visto a un gato sin sonrisa, pero nunca una sonrisa sin gato. A ver qué me encontraba después.
¡Un canuto de crema! :)
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jajajaa sí, sí, te lo juro.
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No es lo mismo un canuto de crema que crema en un canuto. jajajajaja.
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Tú sabes mucho, jotagé xD
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