Un día más, irónicamente, un día menos. Otro día monótono, otro día perdido. El mismo profesor de turno que nos repetía lo mismo que ya habrá dicho quién sabe cuántas veces más antes, el compañero de mi derecha que se colocaba excesivo perfume tratando de ocultar un mal olor corporal, una combinación entre pan fermentado y vinagre, al menos a mi parecer. Igualmente tratando de ocultar su dolor al rechazo del resto con su actitud petulante y egocéntrica. A mi izquierda el típico hablador, amigo de todos, bufón de primera, risas salidas de un loquero y chistes que perdieron su encanto hace mucho tiempo para tapar los problemas familiares que ya se sabían por bochornos públicos anteriores. El bullicio de los compañeros que nunca prestaban atención, el típico ‘¿Viste a cuanto está el dólar ya?’ que se menciona al menos una vez a la semana.
Tal vez mi molestia no era la monotonía cotidiana, sino conmigo por dejar que los días desvanecieran como arena en mis manos sin darle demasiada importancia. Finalmente dejé de ver a los lados y me fijé en mi reflejo a través de una ventana que tenía la puerta, adormilada, de aspecto cansada, más aún agotada. Y sabía el porqué de ese aspecto, más allá de quedarme despierta a las 2 y 3 am leyendo alguna cosa, o ignorando el hecho de que necesito dormir ya que no quería volver a ese sueño, a ese lugar que sólo me desgastaba cada día. Llegando a la conclusión que, como una abeja que pica a alguien, lo que pasa al poco tiempo es inevitable, sumergirme en la oscuridad a ver ese lugar desconocido, con pasto seccionado con todo tipo de colores, árboles que sobrepasan las nubes, un río que a diferencia de lo demás es negro, apagado, y en medio de la imagen, el niño, de tal vez un metro, cabello castaño claro como hojas de otoño, ojos azules intensos con asomados de verde esmeralda, pero apagados con desilusión, labios apretados en una curvilínea temblorosa. Vestía un pijama de cuerpo completo y siempre sostenía un muñeco de trapo con el rostro desfigurado y un corazón roto en la mano. Entonces empezó el llanto de su parte, mientras se acercaba a mí con paso apresurado pero débil, desplomándose en mis pies, abrazando mis piernas, mirándome a la cara con su lluvia de lágrimas que provocaba que las nubes del lugar se volvieran negras y el aire más frío.
-Tengo miedo, me siento sólo.- A esa imagen a veces yo me desplomaba y lloraba igual sin decir nada. Aunque ganas no me faltaban, no lo hice.
-Deberías descansar, dormir. – Me agaché a su nivel y lo recosté en mis piernas.- Así te sentirás mejor. Cierra los ojos y piensa en algo bonito. - Sólo le acaricié el cabello sin perder detalle de su rostro y lo delicado que se veía hasta que se durmió y lo acosté en un montón de pasto y flores que le servirían de cama.
Ahí me desperté, me sequé unas lágrimas que salieron sin darme cuenta y seguí de nuevo mi rutina, pensando una vez más que mi hermano no me deja descansar como quisiera.
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