Se ha ido, el joven amante de letras se ha tenido que marchar, impulsado por el desespero, por la agonía de su bolsillo, por el dolor despiadado que cada mañana se debe apaciguar. Dijo que volvería, que no lo olvidáramos, que nos valiéramos de los buenos recuerdos, de la mísera valentía que nos queda para aguantar su ausencia y esperar su regreso, el de él y el de los que con él se fueron. Desde entonces, a diario me sumerjo en el recuerdo de su última mirada, aquella, que inundada entre lágrimas dejaba al descubierto su verdadera esencia, su alma.

Ha pasado tiempo, el tiempo que dicen que lo cura todo, no ha hecho más que herirme sin piedad con el recuerdo de su ausencia. El vacío y el dolor que impone la lejanía me hacen buscar entre sus fotos; en la mayoría de ellas lo encuentro sonriente, con un amigo o solo. Es él, lo sé, pero aunque vea sus ojos no encuentro esa última mirada. Repasándolas una y otra vez, siempre volviendo a las mismas donde se entrevé su rostro, no le tomé importancia a aquella fotografía en la que se esconde detrás de un libro.