La joven de la sangre de oro (XXXVII)

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Cristina observó maravillada los antiguos edificios que se levantaban ante su vista, sintiéndose por un instante en los zapatos de los viajeros que la precedieron en los siglos anteriores. 

Estambul era una ciudad en donde lo moderno y lo antiguo convivían en armonía; lo europeo y lo oriental se hermanaron para crear una atmósfera mágica que solo creía percibir en los videojuegos de Assassin's Creed. Sin embargo, no pudo evitar que surgiera de su pecho un sentimiento de familiaridad mientras recorría el estuario conocido como el Cuerno de Oro. 

"Estuve aquí...Gil y yo estuvimos aquí cuando éramos unos niños", pensó con sorpresa mientras el automóvil se estacionaba frente a una residencia. La puerta se abrió. Una mujer de cabellos oscuros y rasgos orientales salió del lugar acompañada de un hombre de blancos cabellos y mirada un tanto severa. Cristina fijó su atención en este último, reconociéndolo al instante como el hermano de su abuela, su tío abuelo Llorente.     

Éste los observó con detenimiento. Recordó la última vez que los había visto; ambos eran muy pequeños, Cristina y Fenrir teniendo cinco años y Gil apenas dos años. 

"Fenrir... Ellos no lo recuerdan", pensó con ligera nostalgia mientras se presentaba ante ellos.

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Aesir aporreó la puerta detrás de sí.

Jápeto retiró su favor, aduciendo a los recientes fracasos en torno a la misión de encontrar y capturar a los dragones. En su lugar asignó a Hvitserk, quien tenía más experiencia en esa clase de asuntos y que, según mencionó Odín, había logrado contactar con los dragones sin necesidad de usar la violencia. No obstante, Jápeto estaba interesado en la nieta de Teresa Herkonos.

Se maldijo para sus adentros.

Sigricc, y quizás los dragones, habrían deducido que Cristina no era humana, pero él... Él no había visto sus dotes angélicos o, en su caso, ged. Tenía ciertas sospechas que desechó por ser supuestamente infundadas, mas cuando Sigricc le confirmó su afinidad con la más fuerte de los ged, se sintió como el más grande de todos los idiotas. 

Empero, había algo que aún lo intrigaba: Cristina probablemente desconocía su condición hasta que se conocieron en París aquella noche. O, como comúnmente sucedía entre los de su tipo, sabía qué era y lo ocultó tan bien que ni él mismo había logrado identificarla como tal. "Solo los más fuertes son capaces de engañar a sus enemigos sin temor a la muerte", pensó con vergüenza mientras sacaba una botella de vino tinto. 

-¿Quién diría que realmente te afectó una virgen?

Se volvió. Frunciendo el ceño, aporreó la puerta del refrigerador y le increpó al recién llegado:

-Todavía que me humillas enfrente del abuelo, ¿vienes aquí a hacerlo también en mi propia casa?

Sigricc, quien estaba de pie en la ventana, entró al departamento y le replicó:

-No es mi culpa que estés en esta situación, primo. Tú mismo te saboteaste; no pensaste en las consecuencias de tus actos, mucho menos en qué tanto deshonor le traerías a ella si la hubieses tocado y convertido en tu puta personal. Incluso la habrías echado de tu cama y la habrías vendido a tus... clientes. 

Aesir luchó por no tomar a Sigricc del cuello y matarlo con lo primero que estuviera a su alcance. En su lugar, le enfatizó que estaba cruzando una línea que no debía cruzar. Sigricc, con desenfado, le replicó:

-Yo no estoy cruzando la línea, Aesir Aeseryon. Eres tú el que lo ha hecho.

Ya tuvo suficiente. Desplegó sus alas y, a una velocidad insospechada, pretendió emboscar a Sigricc. Sin embargo, un fuerte jalón de sus alas lo envió al otro lado de la estancia. Aesir levantó la mirada.

Odín estaba frente a él, con una mirada fría, idéntica a  la que le ha dirigido en los últimos años a su padre.

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