Era Otoño. El Parque del Retiro en Madrid era una miscelánea de colores anaranjados, grises y verdeazules que descendían de los árboles. La brisa ya presentaba rasgos invernales enfriando el resto del día y el crepúsculo iniciaba su labor de ruborizar lo que encontrara a su paso. Había gente por todas partes, apresuradas, presintiendo que los últimos momentos agradables del año ya empezaban a cederle lugar al frío.
Remigio se apoyó en un castaño y enjugándose la frente, se acomodó los gruesos lentes y examinó su camino. El reumatismo no lo dejaba avanzar con facilidad, pero haciendo caso omiso de su rengueante paso siguió caminando por la ancha avenida de acceso. Un penetrante dolor en el costado lo obligaba a inclinarse sobre su lado derecho.
Todos caminaban o trotaban despreocupadamente, incluso ancianos como él se veían pasear con sonrisas o rostro calmo. Sólo Remigio tenía aspecto ansioso y urgido. En el sudoroso y arrugado rostro se lograba leer una actitud decidida. Avanzaba sin mirar a nadie.
Se sentó ante una mesa de un restaurante, bajo un toldo que se movía con suavidad con la brisa. Frente a él, su objetivo que se destacaba sobre el marco arbolado y producía una sombra larga que se perdía entre los matorrales. El Ángel Caído. Sobre una alta y gruesa columna estaba la figura atormentada de Luzbel, retorciéndose entre el abrazo de un poderoso reptil y el odio al Cielo.
Remigio caviló respecto de su decisión. No le pareció descabellada y tampoco inútil. Su situación era desesperada. La suma de enfermedades que le habían acompañado durante su vida culminaban ahora con un cáncer que le permitiría vivir un máximo de seis meses. Dejar sola a su indefensa esposa le atenazaba. Del trabajo lo habían jubilado antes de tiempo y no tenía ya energía para dedicarse a otra cosa. No soportaba estar convertido en un trasto.
De su bolsillo extrajo unos papeles con diagramas y signos y los miró mientras sorbía su café con leche.
Dando un suspiro largo, dejó tres monedas en la mesa y se irguió con algo de nerviosismo. Dirigió sus pasos con cautela hasta el borde de la plazoleta alrededor del monumento. Oteó a todos lados, con rapidez hurgó en sus bolsillos, sacó una tiza y se inclinó hasta el suelo, donde trazó con cuidado una estrella de ocho puntas. Pacientemente dibujó unos misteriosos signos dentro de los brazos de la estrella y los comparaba con sus esquemas hasta quedar satisfecho. Se levantó para observar su obra y repentinamente sintió un ritmo acompasado cerca de su espalda. Se volvió a mirar y se encontró con una negra alta, de sonrisa blanca tamborileando sobre un bongó con sus largos dedos y que le pareció haberla visto en otro lugar. Su expresión no era de burla, había un algo de complicidad en sus redondos ojos y en su coqueta sonrisa. Lo acompañó otro segundo más y enseguida se alejó con paso elástico diciéndole al pasar: "Lo esperamos en la laguna”.
El Parque no era un lugar desconocido para Remigio, había visto a esos morenos reunir a jóvenes con su música africana bajo la estatua de Alfonso XIII. Pero él venía para otra cosa. Eligió una de las hojas de su mano y se dispuso a leer mientras en la lejanía empezaba a escucharse un rumor de tambores. El documento contenía frases que debía dirigir directamente a la estatua, pensando en Luzbel.
Las invocaciones las pronunció lentamente, una tras otra, principalmente porque no las entendía y aún mantenía un respeto atávico por esos misterios.
Concluyó de decir las extrañas palabras y esperó el resultado. Un cuarto de hora después ya había anochecido y no parecía suceder nada. Se intranquilizó por la ausencia desmedida de su casa y por la probable preocupación de su señora. Recordó al exitoso camarada que le había dado las fórmulas y el entusiasmo con que se la entregó. Se había paseado con las hojas en su bolsillo por dos meses antes de decidirse. La fortuna y la salud de su amigo terminó de convencerlo.
De pronto recordó dónde había visto a la africana. Era la imagen de Josephine Baker que con naturalidad se movilizaba en un lugar al que no pertenecía. Pero también estaba en uno de los cuadros del tríptico del “Jardín de las delicias” de Hyeronimus Bosch. Se veía muy pequeña y rodeada de seres desnudos y muy blancos en un rincón del cuadro. Desechó analizar semejante coincidencia, pero el murmullo de los tambores hacia la laguna lo atrajo sacándolo de la ruta más corta hacia la salida.
Se integró al grupo que se dirigía hacia el fragor de tambores. No insistió en alcanzar la rapidez de los jóvenes, se conformó con marchar a la mejor velocidad que le permitieran sus piernas.
Ya había oscurecido. Había grupos de gente en todos los caminos .
Ráfagas de luz iluminaban imágenes que eran detenidas un instante en medio de la oscuridad. El alumbrado creaba pequeños ambientes bajo los faroles dejando entrever una humanidad impávida dirigiéndose hacia el prodigioso tam-tam. Una rara sensación de estar soñando le confirió una sorprendente ingravidez a su cuerpo. Caminó al paso de los demás sin sentir ninguna molestia. Mientras la fila se conformaba a medida que se acercaban a la laguna, los haces de luz mostraban durante un medio segundo figuras impactantes por su realismo. Vió a un rubio alto de prominente barbilla y traje negro, calzas ajustadas y capote que semicubría una larga espada mirándolo con gesto altivo, también a una dama de ensortijada y oscura cabellera que le envió una misteriosa semisonrisa sólo con sus picarescos ojillos mientras se volvía batiendo una relumbrante falda. Ver a Carlos V y a la Duquesa de Alba juntos y además fijándose en él lo emocionó debilitándole el vientre, pero lo soportó pensando que la magia de los disfraces había progresado una enormidad.
La fiesta crecía, la gente empezaba ya a apretujarse en las cercanías del tam-tam prodigioso. A su costado un hombre con armadura y gesto cruel lo miró a través de su escarcela y le mostró en su empuñada mano un montón de joyas brillantes y más allá un efebo de reluciente piel danzaba de manera ondulante clavándole un par de inquietantes ojos. Los próceres y reyes, héroes y emperadores, ministros y prostitutas, cortesanas y santas ya lo abrumaban, no alcanzaba a reconocerlos y apreciarlos, y se le formó una sola y gran espiral que le daba vueltas en su cerebro al ritmo de los tambores. Lo último que vió antes de desmayarse fue a su conocida morena agitándose frente a un gran tambor decorado con fuertes colores teniendo al cielo oscuro y cubierto de estrellas tras ella.
Despertó sobre un húmedo suelo con hierbas y el sol de la mañana filtrándose entre las ramas de los castaños. Alejada algunos metros estaba la laguna verdeazul con algunos desganados cisnes nadando bajo las sirenas de granito. Se afirmó en sus brazos para erguirse y notó una inusual fuerza en su tronco. Se paró despacio, pasando la lengua por el interior de su boca y comprobando que sus dientes estaban completos nuevamente, miró sus manos y el tamaño de sus dedos y vigor de las coyunturas lo asombró. Los brazos y antebrazos eran una verdadera cordada de huesos y músculos, digna continuidad de las poderosas manos. De su camisa quedaba poco, el torso le había crecido destrozando la ropa en forma similar a cierto personaje de la TV. Caminó hacia la salida del Parque. Ya no existían los dolores, sentía el vaivén natural de sus caderas y el claro sonido de sus pasos. Se pasó las manos por su rostro y al parecer algo había cambiado en sus pómulos y barbilla dejándole la cara más afilada y dura, pero era él, sin duda.
La gente lo miraba, pensó en su destrozada ropa y también que había hecho funcionar el artilugio más fantástico del universo transformando su humanidad. Apresuró el paso y se dio cuenta que podía casi volar con sus nuevas y potentes piernas. Dio una gran carcajada y empezó a trotar hacia el portón de entrada mientras los mozos de limpieza del Parque lo veían correr meciendo en lo bajo de la espalda un gran rabo peludo y terminado en forma de flecha.