“Hoy me toca”. Pensé mientras mi imagen en el espejo se peinaba para ir al Liceo. Estaba muy sensible a las sensaciones. Sentía el café con leche más caliente y el mantel de hule muy frío. Mi padre apareció por el pasillo en dirección al baño, en bata y con las señales del cáncer que ya se adueñaba de él, me saludó con una sonrisa desvaída. Mi madre levantó la cabeza de la almohada, acción que iba reemplazando la salida de la cama de antes de jubilar, y me gritó que dejara la taza lavada. Al abrir la puerta de calle me invadió una pesadumbre de guerras perdidas y falta total de futuro. Caminé por la calle Maule de 1967 mirando las mismas baldosas de siempre, el asfalto arrugado y el kiosco de Santa Rosa con una idea de soledad y extrañeza con lo que me rodeaba como si primera vez que pasara por allí. Las aceras anchas con bandejones que debieron haber tenido césped alguna vez y los pastelones levantados por las raíces de los acacios formaban mi camino de diez años a la fecha.
Al ir pasando por Chiloé vi al “Bicho” socarrón y muy relajado fumando su primer "pucho".
-Voy a estar ahí, Mario. A las dos más o menos. Me dijo echando humo por su nariz delgada y curva.
El Bicho era mi amigo de la niñez, casi un antiguo vicio, ya que no pertenecía al grupo del Liceo. Era un prohombre del barrio Matadero que había dejado la educación normal por la de la calle mientras el resto de los chicos continuábamos con las rutinas de todo muchacho. Con su hogar destrozado por un padre alcohólico optó por la libertad y ya formaba parte de la red protectora e invisible del renombrado barrio.
Él vio cómo nos alejábamos sus ex compañeros de la escuela Eduardo Edwards por caminos ya descartados para él. Al Liceo Barros Borgoño, etapa frecuente luego de la escuela, ya no llegó, aunque mantuvo las amistades y el saludo.
Cuando le conté que había sido designado por la caterva de holgazanes abusadores de mi curso para enfrentarme al Jaime Hernández, no entendí porqué no se sorprendía ni se dolía por mi situación. Sólo dio una carcajada diabólica. Le conté que en mi curso se había iniciado una bestial costumbre que consistía en nombrar dos contendores de forma aleatoria para ir a verlos pelear en la empedrada calle Zenteno atrás del Liceo. Había que ir o si no quedarías para siempre como “poco hombre” y eras susceptible de ser golpeado y pateado por la pandilla de marras en cualquier lugar que te encontraran. No quería para mí un destino tan amargo. Tampoco quería que el Jaime me hiciera papilla, ya que temía a sus brazos de cargador de La Vega, además que lo conocía desde la escuela preparatoria en la que se destacaba por llegar muy temprano ya que ayudaba a su padre en el Mercado Central desde las cinco de la mañana.
El Bicho estaba entusiasmado como si yo fuera a competir en un partido de tenis. “Es forzudo pero lento” me decía” tienes que esquivarlo así” y acto seguido bailoteaba y se agachaba al ritmo del más puro estilo Matadero.”Pégale fuerte en la guata, así” mostrándome un elaborado gancho de derecha perfeccionado en las sinuosidades de calle Franklin. Pero no sólo me faltaba la experiencia del Bicho. Yo era todavía un niño. Yo cuidaba mi uniforme escolar heredado de mi hermano mayor cuando él ya se paseaba con gafas oscuras, pelo largo, patillas, chaqueta negra de cuero y zapatos puntudos de taco alto. Cuando nos encontraba a la salida del Liceo, desenfundaba un fajo de escudos de la época y nos invitaba al “Marilyn” de San Diego a tomar cerveza, jamás otra cosa, aunque le pesara al dependiente al ver al lote de niños no aptos para beber alcohol. En esas ocasiones mostraba un adornado cortaplumas moviéndolo con presteza entre sus dedos hasta cortar alguna colilla de cigarrillo, dando a entender con eso que no estaba para negativas.
El barrio Matadero estimulaba la inteligencia y la rudeza. En los recovecos del rancio conjunto de galpones se ocultaban los robos de pequeñas prendas y de valiosos objetos que aparecían ordenados en el suelo entre otras piezas en la proverbial Feria Persa. Y desde hacía un tiempo las diferentes modalidades de ruina humana que provocaba la droga habían ocupado el lugar como si hubiesen estado siempre ahí, haciéndole compañía al contrabando, rubro principal. El Bicho vivía y disfrutaba de todo ese universo, aprendiendo entre los tenderos y cargadores, los conductores de carros y carniceros y las robustas fabricantes de condumios restablecedores muy apetecidos en el ambiente. Su gran arco de ladrillo, su patio adoquinado, la penumbra de las tiendas y el olor ácido del jamón y los embutidos, junto con la esquina fuera de línea que formaba el espacio justo para los asaltos y escondites, más los accesos misteriosos que permitían pasar desde los locales en la acera al interior del gran recinto. Todo eso era su territorio de diario recorrido.
Ya conocía cada fierro suelto y adoquín del antiguo Matadero, aunque ya no se sacrificaban animales aún se retenían en el aire los mugidos desfallecientes de las víctimas sacrificadas y el griterío de la gente cuando un novillo escapaba de su matarife enfilando por calle Víctor Manuel, algunas veces con el cuchillo aún en el cuello. El conocimiento de todo lo que se hacía y quién lo hacía le había dado el especial aprecio de algunos que tenían menoscabada su evaluación frente a la Ley, y le encargaban recados delicados y paquetes de contenido sospechoso. Se rumoreaba que había hecho viajes misteriosos fuera de la frontera con encomiendas de especializado contrabando que movilizaban a las fuerzas del orden allí donde las entregaba. Jamás había levantado un cajón de manzanas ni había cortado un kilo de posta negra, pero recibía su presa de pescado frito o su plato de granados con pilco diariamente en conspicuos boliches.
Ése día entré a la sala sin mirar a los demás, esperando que la lista de asistencia que leía el profesor tuviera algunas convenientes ausencias. Cuando dijo ”Hernández” resonó un “presente, señor” desde al fondo de la sala que me auguró una mañana larga y desfalleciente. Se escucharon algunos vítores en sordina alrededor, señal de que para el curso completo no era una situación indiferente. Supe después que habían cruzado algunas apuestas, lo que me sorprendió y subió mi autoestima, puesto que ni yo mismo daba un peso por mí. Me lo contó Callejas, mi compañero de banco, silencioso y buen amigo, que me acompañaba en las conversaciones o pichangas del recreo. Pálido, flaco y alto para su edad igual que yo, se esforzó esa mañana en desviar mi atención hacia la clase y en que resolviera los ejercicios de álgebra. Lo mismo en alejarme del lote de instigadores durante los recreos ya que no cabían en sí por la excitación.
La campanada que anunció la hora de salida llegó indefectiblemente, a pesar de mi palidez, mis idas al baño a aliviar mi sistema nervioso y mis esfuerzos inútiles por lograr la invisibilidad. Sin embargo, arreglé mis libros y me preparé a ir a la calle de atrás consciente que la defensa de la “hombría” era un asunto fundamental en la vida. Le pedí a Callejas que me acompañara y cuidara de mis libros y chaqueta azul cuando tuviera lugar “aquello”. El grupo duro de la clase iba tras de mí entre tallas y risas y más atrás venía Jaime Hernández con su rostro cetrino sombrío pero decidido. Me pregunté si a lo mejor no tenía miedo también.
Llegamos al fondo del empedrado. Había un gran portón y sendos basurales a ambos lados. Era un callejón sin salida muy poco visitado en esos tiempos lo que aseguraba una contienda tranquila. En la esquina divisé al Bicho. Calmado y fumando como siempre me hizo un guiño de confianza.
En silencio, como si fuera una visita médica, nos quitamos los vestones y avanzamos al centro del corro de entusiastas. Nos quedamos quietos mirándonos. Jaime no tenía miedo, era evidente, pero mostraba nerviosismo como si no debiera estar ahí. Era un tipo serio, acostumbrado a los sinsabores de la vida y sin tiempo para niñerías, pero se había dejado llevar por la confrontación aleve a su hombría que le habrían hecho los patanes de la clase. Medíamos casi lo mismo, pero yo era un cachorro que daba el estirón y él era un hombre ya formado. Si alguna vez nos enfrentamos, sólo fue jugando al “paco-ladrón” en el patio de la Escuela preparatoria.
De pronto sentí un violento empujón que me arrojó hacia Jaime y un grito:”Ya, peleen los huevones, qué se quedan mirando”. Me recibió con una bofetada que hizo saltar mi saliva y me dí una vuelta para impedir que me diera otra. Allí empezó el chivateo y los empellones y yo sacudí mis brazos aleteando hacia todos lados para apartar a los irritantes fustigadores. Veía su camisa que se acercaba y sentí otro fuerte golpe en la cabeza con lo que lancé un puñetazo en dirección hacia el origen del papirotazo. Con cierta fortuna le di en la barbilla lo que lo hizo retroceder.
Me enderecé y me puse en guardia bailoteando pero un puñetazo sin igual me volvió a hacer girar y sentí un extraño adormecimiento en la mejilla. Sus golpes entraban por mis costillas, mi cara y estómago a pesar de lo que yo hiciera por impedirlo. Ya no me dolían, así que dí “gualetazos” como un molino de viento puesto que el Jaime no retrocedía y permanecía en su lugar con calmada furia, así que con esa técnica logré darle en la mollera con la mano abierta que más que daño provocó ruido. Esa acción lo enfureció más y me aplicó el mamporro que terminó con la pelea y que me envió al suelo con un ojo hinchado.
No sentí que cayera, sino que el empedrado se puso a mis espaldas y el portón tomó una posición horizontal a mis pies. Estaba brutalmente atontado, sangraba por alguna parte que manchaba mi camisa y temblaba violentamente. Me levanté y me senté en la solera. Estiré mi cuello para que la sangre que manaba de mi nariz y boca no siguiera manchando mis prendas.
Miré hacia el lote de aduladores que rodeaban al Jaime y lo vi como se ponía su vestón y tomaba su bolsón con los libros. Pero también, y con secreta alegría, vi que se sobajeaba la barbilla.
Afirmado de Callejas llegué a la esquina con el pañuelo apretado en la boca ya que aún no despertaba del todo. El Bicho me recibió con su acostumbrada serenidad. Nos llevó al “Marilyn” y como única vez nos invitó a un café con leche y un completo. Mientras comíamos me dijo:”Estuviste bien”. Lo miré con el ojo bueno y le respondí “Chí, me sacó la cresta”. Esperó que termináramos, me despedí de Callejas que aprovechó de recomendarme estudiar algo “pal Lunes” que no entendí porque la hinchazón del ojo izquierdo se aceleraba y me desconcentraba. Caminamos hacia Franklin, lentamente porque me dolía todo. “No se trata de si ganaste o no, me dijo el Bicho, sucede que esta pelea no la dejaste pasar y eso es lo bueno, las peleas que te quedan tómalas así mismo, lo mejor es enfrentarlas, porque a veces uno gana y otras sacas experiencia” Filosofía simple de luchador.
Nos detuvimos frente a un zaguán en calle Chiloé. Allí me dijo que se iría un tiempo fuera del barrio, pero que pasara a preguntar por él para cualquier cosa, si señor, cualquier cosa. Entendí en ese instante que estaba orgulloso de mí, pero reacio a las muestras de afecto, no me iba a demostrar algún afeminado cariño. La situación que se avecinaba en mi casa me hizo reflexionar y apreciar la buena voluntad de mi amigo, seguramente lo iba a necesitar.
Justamente me ayudó durante mucho tiempo. Estudiando apenas, desaparecidos mis padres y los recursos y con mi hermano ingresado al Ejército, logré salir de la indefensión gracias a los aportes generosos del Bicho. Rara vez lo veía, pero Doña Emerlinda, la dueña de esa casa me guardaba un sobre con oxigenantes billetes o alguna prenda de vestir de buena calidad que me dejaba el Bicho. Incluso terminé por vivir allí, en esa morada de gruesos adobes, pasillo largo, cielo muy alto, jardín en el patio interior y baños instalados al fondo. Desde allí aprendí a enfrentar peleas que parecían perdidas hasta que un título modesto pavimentó mi camino.
Continuará...
Ilustraciones propias.