Una Odisea Interior (por zenith1)

in spanish •  6 years ago  (edited)

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Nos cobijaba la oscuridad. De vez en cuando la hojarasca y el ramaje seco me arañaban la piel. Pero en esos momentos yo no concedía importancia a los detalles. Sólo me deleitaba con la suave y laxa calidez de su cuerpo desnudo sobre el mío.

—¡Una de estas noches subiré a un árbol, me ataré con sus ramas y me dormiré! ―dijo ella de improviso―. Así sabré lo que siente un pájaro cuando despierta al aire puro. Me gustaría sentir esa libertad.

No sé por qué, al oírla, la imagen de mis padres, que deberían estar llorando por mi ausencia, se quedó enganchada a mis redes neuronales. Pero, al menos por esa noche, yo no quería volver a casa. Me sentía genial y estaba seguro de que al día siguiente ellos se alegrarían de oírme hablar: les relataría, detalle a detalle, cómo subsistí por cuenta propia en ese entorno plagado de amenazas al que llamaban ciudad.

Primero dejé que las palabras se enlazaran en mi cabeza. Luego esperé a que se completara un minuto exacto:

—Aunque las aves pensaran ―dije―, no sabrían qué es la libertad. Salvo, tal vez, aquellas que hayan sufrido cautiverio.

―Puede ser ―ella pegó su mejilla a la mía―. Yo no soy libre. Y lo digo porque quiero ser libre…

Ese “no soy libre” trazó durante un rato su órbita gélida en torno a mis sentimientos.

―¿En qué piensas ahora? ―me preguntó con un hilillo de voz que resbaló débil por mis tímpanos. Ahora sus ojos casi tocaban los míos.

―En que nada es perfecto. Nada puede serlo.

***


Horas antes de conocerla en el café, yo reflexionaba: “Sólo tengo a mis padres y dada mi condición de sujeto excepcional ―algunos dirían raro― y a pesar de mis tres décadas de vida, casi no conozco el mundo más allá de la vista que me ofrece el ventanuco de mi dormitorio”.

En efecto, había pasado la mayor parte de mi tiempo encerrado, cuando no en la consulta de algún psiquiatra. Conocía el mundo sólo a través de las revistas, libros y textos académicos que se amontonaban junto a la cabecera de mi lecho. Con los dedos de una mano podía contar las ocasiones en que me habían llevado de visita a alguna parte. Llegué a la conclusión de que mis padres (como todo) no eran eternos y que yo debía estar preparado para cuando ya no los tuviese. Por eso tomé la decisión de salir a conocer el mundo y ver en qué forma podía subsistir por mis propios medios. Dejé una nota en el comedor: "No se preocupen. Tomé algo de dinero y para extremar las precauciones llevo un mapa de la ciudad grabado en la mente".

No fue difícil orientarme. La experiencia de pasear sin dirección me resultaba encantadora, casi lúdica. Prestaba atención a los rostros que circulaban, al estrépito, al desorden, a la diversa geometría de los inmuebles, a la opacidad del aire. Aunque me parecía una realidad deshilvanada en contraste con todo lo que había leído, donde claramente se podía advertir una suerte de anclaje que lograba que todo se moviera en pos de un fin único, pequeños descubrimientos que no aparecían en mis libros, como una mujer granítica expulsando agua por los senos y un anciano sin piernas en el canto de una esquina, me parecieron fascinantes.

Fue cerca del mediodía cuando el rótulo “Café Contemporáneo” capturó mi atención. No pocas de las ficciones que habían llegado hasta mí se desarrollaban en algún local oscuro, donde el hampa tomaba café y planeaba fechorías y los artistas enamoraban a escultóricas hembras con olor a tabaco y la gente solitaria leía el periódico u observaba a los demás desde un lugar aislado. Por ello, y porque siempre me ha gustado el café ―mi madre me lo preparaba con leche cada mañana―, decidí entrar, aún a sabiendas de que la elección de un puesto me sería difícil: tardaría varios minutos recorriendo el interior, sentándome y levantándome de las sillas para escoger la que se adaptara mejor a mis exigencias.

Por fin opté por una mesa hacia el fondo, rectangular, de mantel a cuadritos, dispuesta en forma perpendicular a la entrada.

Acababan de llevarme una taza de la vaporosa infusión cuando la vi aparecer en el umbral. Me bastó un vistazo para darme cuenta de que ella era tan excepcional como yo. Su ropa; su pelo desordenado, largo y de un negro rutilante; la mirada verde o marrón claro; su tez sin sol; su estampa y cuanto pude apreciar de ella desde mi posición, hizo que todo en mí se paralizara. Podría asegurar que esa especie de atracción animal que sólo debe de existir entre personas de nuestras características, la llevó hasta mi mesa. Me saludó y yo, haciéndome el experto en ese tipo de circunstancias, la invité a sentarse. Le pedí un americano doble.

―¿Qué te trajo por estos lados?

―La curiosidad nada más ―le respondí.

Pronto dialogábamos presa de un entusiasmo desbordante, sin que yo acabara de creer en mi buena suerte. Cualquiera que me conociese hubiera dicho que ese hombre tan ameno, tan sociable, de modales tan finos, bajo ningún concepto podía ser yo. Le confesé que era la primera vez que salía solo, lo cual puso en duda.

―Tengo una memoria extraordinaria, ¿sabes? ―cambié de tema―. Podría relatarte al hilo cada uno de los 354 libros que tengo en mi cuarto. Y qué decir de los folletos y revistas que hasta en sueños soy capaz de leer. Se lo debo a mi primer psiquiatra, ¿sabes?...

―¿Por qué? ―quiso saber.

―Verás, una mañana, llevándose un sándwich a la boca, éste le dijo a mi madre: “Su hijo es completamente normal. El problema es que es un mal criado”. Entonces, comencé a sentir que algo hervía en mi interior. Lo miré con saña. Salté por encima del escritorio y le clavé los dientes en la nariz con toda la fuerza que mis mandíbulas de cinco años eran capaces de ejercer…

―¡Vaya!

― …y el sándwich fue a dar al suelo y un segundo después yo volé a hacerle compañía gracias al puñetazo en plena cara que el especialista en salud mental me propinó. Desde aquella vez mi vida cambió para siempre...

A ella parecía encantarle la historia de mi infancia. Por lo mismo, me atreví a inquirir:
―De tu vida, ¿qué puedes contarme?

Comenzó alardeando de lo hermosa que había sido su niñez. Que armaban y desarmaban circuitos eléctricos con su abuela, que les encantaba limpiar los conductos del alcantarillado, pero de repente bajó la mirada y yo me di cuenta de que su relato había llegado a un punto indeseable.

―No vale la pena seguir hablando de ello… ―aseveró mirando hacia abajo, como si buscara las puntas de sus zapatos.

Cuando volvió a levantar los ojos descubrí sufrimiento en ellos. Maldije mi estupidez y, para cubrir el mal momento, continué hablando de mí. Entonces, ella recobró la alegría.

―Nadie esperaba que mi léxico superara las diez o veinte palabras a lo largo de mi vida. Sin embargo, aprendí a leer y a realizar cálculos matemáticos antes de cumplir mi primer lustro de existencia ―dije con orgullo―. Aún me da risa que la opinión familiar me haya ascendido de anómalo desahuciado a genio irreductible, llenándome de libros y aplausos; eso sí, siempre respetando la distancia de un metro y medio que yo les había impuesto. Ya no tenían derecho a acercárseme, ¿sabes? Si alguien transgredía esa distancia, mi histeria era capaz de remover las placas tectónicas. Tú eres la única persona a quien le permitiría con gusto violar esta regla.

La noche ya se advertía a través de los ventanales y yo no paraba de hablar de mí. Nuestros cafés estaban fríos y hacía rato que los trabajadores del local nos miraban. Hasta que uno se acercó y nos dijo que tenía que cerrar. Pero mi monólogo era tan ameno, tan emocionante, que ni ella ni yo nos dimos por aludidos. Es más, el resto del mundo ni siquiera parecía existir para nosotros.

Terminaron empujándonos a la calle. Me consideré afortunado de que no me hayan cobrado los cafés. Yo nunca me había reído tanto y creo que ella tampoco. Así fue como nos echamos a caminar, abrazándonos de tanto en tanto, felices de la vida, hasta que penetramos en el bosque. Ella se había encargado de quitarme la ropa mientras me besaba. Tenía experiencia. Lo que es yo, apenas había leído sobre sexualidad aunque podía hacerme una idea acertada de sus mecanismos y derivaciones. La unión de nuestros cuerpos resultó intensa y fugaz.

***


“Yo no soy libre”, acababa de decirme ella y yo me sentí herido.

―¿Dices que nada es perfecto?

―Nada puede serlo ―afirmé en tono cortante.

Poco a poco fuimos tomando distancia. Finalmente, nos vestimos. Y salimos del bosque, con el silencio a cuestas. No sé con exactitud cuánto tiempo transcurrió hasta que volvimos a pasar frente a la cafetería de donde nos habían expulsado. Su fachada ahora me parecía un tanto melancólica. Yo seguía pensando en que “ella no era libre”, pero algo dentro de mí, como una luz sin potencia, me decía que lo nuestro podía concretarse. Analicé: ella no era libre y yo sí. Y ambos éramos personas no ordinarias. Quizás ella había cometido algún error en su juventud y por eso ahora no era libre. Sin embargo, conmigo era feliz y yo estaba dispuesto a multiplicar esa felicidad. Concluí: ¿Qué importa el pasado? Como antes, cuando estábamos en el café, el mundo y todos sus elementos podrían quedar relegados a un plano inferior al de nuestra cotidianidad. Y, entonces, ahora todo sería perfecto.

―Te amo, estoy seguro ―le dije arrojándome sobre ella. La abracé con fuerza―. Amor… Hasta hoy por la mañana era imposible hacerme una idea de ese concepto, ¿sabes? Pero gracias a ti, ahora sé que es algo magnífico. Ven conmigo y seamos felices para siempre.

Ella sonrió y me cubrió la cara con besos. Pero al mismo tiempo parecía triste. Yo no alcanzaba a comprender del todo esa dualidad, cosa rara en mí porque era hipersensible y, por lo tanto, capaz de interpretar sin escollos los estados anímicos de las personas.

Justo cuando quise hablar otra vez ella levantó los ojos y me miró fijamente. ―Es imposible, amor mío.

―Pero somos tal para cual ―balbuceé―, no podemos dejar escapar esta ocasión. Por favor, quizás sea la única que se presente en nuestras vidas. Todo puede ser perfecto entre nosotros, ¿sabes?

―No puedo. De veras, no puedo ―dijo apretándome contra sí.

―¿Por qué?

Ella lo pensó un instante. Luego dijo:

―Porque yo le pertenezco a tus delirios solamente.

Entonces se fue desvaneciendo entre mis brazos, poco a poco, hasta convertirse en una bruma hermosa que se elevaba en espiral hacia el cielo. En lo alto el viento la arrastró lejos y aún creí ver sus ojos desapareciendo ante la palidez de la luna. La realidad, entonces, con todo su enjambre de confusión y desconsuelo, cayó nuevamente sobre mí. Yo estaba solo, de pie ante el ventanuco de mi habitación, mientras un par de lágrimas sembraban su humedad por mis mejillas.
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