Yo instaba a Gelvira a que le preguntara más alto todavía:
—¿De qué se les acusa?
—Venga, cachorrilla; me tienes impaciente. Ya estoy tendido en posición de ataque.
—Quiero que la sorpresa que te he preparado no la olvides.
—Tres monedas te has ganado. Hoy te pago dos y la tercera la traeré el próximo día.
—¿Pero dime de qué se les acusa?
—De blasfemos y lascivos; pero sobre todo, de adorar a un ídolo del que yo nunca había oído hablar y lo mantenían con sumo secreto en el castillo. ¡BAPHOMETO, le llaman en el acta!
Quizá tenga que ir a presenciar la ejecución en la hoguera. Si les cortan la cabeza te contaré la escena y si los queman no te relataré nada porque a las mujeres os suele horrorizar el fuego quemando un cuerpo. Hay que ser valientes y no apartar la mirada cuando muere un reo de estos. A mí, me enaltece y me anima a conservarme observante con los fueros y las leyes, porque a los justicias también nos obligan las normas ¡Perrita mía! ¿Vienes o no vienes a la cama?
Yo entré en la habitación súbitamente, y estaba el guarro viejo desnudo, mostrando sus pellejos.
Le enseñé la daga y se quedó sin habla. Aturdido, se levantó temblando haciendo esparavanes con los brazos.
Me coloqué al lado de la puerta del corredor para dejarlo salir corriendo con la ropa que cogió bajo el brazo. Las dos monedas de oro brillaban en la mesilla. Trastabilló al pisar una de sus telas. Siguió corriendo. Se tropezó en la escalera y casi se mata. Salí tras él sin dejarle desatar el caballo. Me paré en la puerta cerciorándome de que no pasaba nadie por el camino. Más adelante se escondió detrás de un árbol y comenzó a vestirse gritando: “¿Sabes a quién has amenazado? Soy el Merino Mayor nombrado por el rey personalmente. No sabes lo que estás haciendo. Te despellejarán antes de ahorcarte y te arrancarán con tenazas las veinte uñas”.
Nunca he visto un cobarde más amedrentado.
No tardé más de cincuenta varas en darle alcance y a su lado me burlaba de él espantándolo como a un grajo con las alas rotas que no puede levantar el vuelo y da tumbos desorientado. Me llamaba asesino el muy idiota y seguía dando voces amenazándome con denunciarme a la justicia. Mostraba tal terror en su mirada que por un momento llegó a darme lástima.
Al verme salir tras él, emprendió de nuevo la huida corriendo con sólo la camisa puesta, desabotonada.
Ya en el camino, para que no tiñera de rojo el molino blanco, lo alcancé fácilmente y le atravesé el costado de parte a parte. También lo dejé tendido agonizando. Se desangró en unos santiamenes y quedó boca arriba con los ojos abiertos.
Era el número 56 de mi lista. Limpié la daga con su capisayo de seda y se lo tiré encima cubriendo sus vergüenzas mustias.
Gelvira me perdonó y disculpó mis crímenes. Nos quedamos tendidos en la cama después de amarnos y reiteramos nuestra promesa de amor eterno sellado con la sangre de dos hombres despreciables.
A los dos nos vino a la cabeza una promesa que yo no había cumplido, y a los dos nos vino a la vez la misma frase: “¿Te acuerdas del puente Valimbre?” Y nos reímos largamente.
Estuvimos un buen rato mirando al techo, cogidos de la mano y sin decirnos nada. Respirábamos. Un sepulcral silencio dominaba la tarde, interrumpido alternativamente por el roer de una carcoma en alguna viga del techo de cañizo.
Yo tenía una losa en la cabeza que no me permitía levantarme. Es muy distinto atravesar a alguien con la espada, o cortarle la cabeza en el fragor del combate o en defensa propia, que clavarle la daga a sangre fría, sin armas con que defenderse o sin saber manejarlas.
¡Cuanto más tiempo pasaba, mayor era el sentimiento de derrota!
Pedí perdón a Dios en voz alta poniendo a Gelvira por testigo de mi arrepentimiento, y decidí, sumido en la pena, entregarme a la justicia.
No veía más salida que contar toda la verdad de lo ocurrido, olvidándome por un momento de que, legalmente, todavía era un templario perseguido a muerte. Si huía, quizás nunca más vería a Gelvira. Tenía que elegir.
La angustia de Gelvira, al oírme pensar en alto, superaba mi tristeza.
Atendiendo a sus ruegos implorándome por Dios y por nuestro amor perpetuo, saqué fuerzas ocultas para sobreponerme un poco. Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta del corredor entreabierta.
Oímos revuelo a lo lejos y algunos gritos aislados pidiendo socorro. Una mujer se llevaba las manos a la cabeza. Se podía distinguir la gente arremolinada alrededor de una carreta con dos mulas a la que subían el cadáver mientras que fray Stephanus, un presbítero del monasterio, dibujaba una cruz en el aire apartándose a un lado entre el barullo de exclamaciones y conversaciones entrecruzadas.
Un alguacil encorvado como un katablepo venía hacia el molino escudriñando las pisadas en el polvo del suelo._
Me vestí deprisa y me puse en guardia atendiendo, de nuevo, a las súplicas de Gelvira.
Después de un beso corto salí por la puerta de atrás que da a la huerta, y desde allí, me escondí en el bosque hasta la noche, asegurando que nadie me viera ir a por el caballo al otro lado del camino, oculto en la espesura de la selva.
Estaba muy cansado. La campana de las horas en el monasterio tocó a completas mientras subía montaña arriba a dormir a la cabaña. El sol acababa de ponerse.