La Última Traición

in steem •  12 hours ago 

Desde el momento en que lo vi, supe que él sería mi perdición.

No fue por su voz grave y controlada. No fue por la manera en que su mirada me atravesó como una daga envenenada. Fue porque, en ese instante, entendí algo aterrador: este hombre no había venido a casarse conmigo. Había venido a destruirnos.

Y yo era el precio a pagar.

Mi padre, don Javier Campos, no creía en el amor. Creía en los pactos. Los arreglos. El poder. Así que cuando Saúl Montemayor apareció en nuestra casa con una propuesta imposible de rechazar, mi padre no lo dudó ni un segundo.

—Te vas a casar con él —dijo, sin mirarme.

Casi escupo el vino.

—¿Qué?

—Es la única forma de arreglar esto.

No entendí nada. No sabía por qué Saúl quería esto, por qué mi padre parecía tan resignado. Pero cuando vi la tensión en sus nudillos, la forma en que apretaba la mandíbula para no temblar, lo supe: mi padre tenía miedo.

—Si no aceptas, nos matará a los dos.

No supliqué. No porque fuera valiente, sino porque entendí algo que no había querido ver antes. Mi padre estaba acabado.

Firmé el contrato.

Lo que no sabía era que al hacerlo, no estaba salvando a mi padre. Lo estaba condenando.

No hubo una boda con flores blancas ni sonrisas falsas. Solo un sacerdote con la voz grave de un hombre que sabe que no debe hacer preguntas, unos cuantos testigos silenciosos y un anillo que sentí como una soga cerrándose alrededor de mi garganta.

Saúl nunca me tocó.

Esa noche, cuando cerré la puerta de la habitación con llave, no hubo golpes ni amenazas. Solo un silencio insoportable que se extendió entre nosotros como un abismo. Él no quería que lo amara. No quería que lo respetara. Solo quería que existiera, atrapada en este pacto como un recordatorio viviente de lo que él había perdido.

Los días pasaron y la rutina se convirtió en un infierno soportable. Desayunábamos en silencio, él desaparecía durante horas y volvía cuando el sol ya se había ocultado. No me hablaba más de lo necesario.

La tensión era peor que cualquier castigo físico.

Fue en una de esas tardes, cuando el calor de Sinaloa me sofocaba incluso dentro de la casa, que encontré la carta.

Era un sobre viejo, con la tinta apenas legible. La carta que Saúl le había enviado a mi padre días antes de la boda.

"No se equivoque, don Javier. No quiero su dinero. No quiero su negocio. Quiero que sepa lo que es perderlo todo. Igual que yo lo perdí."

Saúl no había matado a mi padre porque no quería que muriera rápido. Quería que sufriera.

Pero no entendía. ¿Qué había hecho mi padre para merecer esto? ¿Por qué yo era parte de su venganza?

La carta llegó una semana después.

Un sobre sin remitente, una amenaza sin palabras.

Adentro, una foto amarillenta.

Mi padre, mucho más joven, de pie sobre un cuerpo cubierto de sangre. Un documento con un nombre.

Emiliano Montemayor.

Y una última línea que me destrozó la mente.

"Tu padre no es el hombre que crees."

Mi mundo se inclinó.

Mi padre no era la víctima. Mi padre había asesinado al hermano de Saúl.

Saúl no era solo un hombre con sed de venganza. Era un huérfano convertido en un cazador.

Su hermano, Emiliano, había sido su única familia. Un hombre honrado, dicen algunos. Un traficante, dicen otros. Pero lo cierto es que, una noche, desapareció y días después su cuerpo apareció en un terreno baldío con tres balas en el pecho.

Todos sabían quién lo había mandado matar.

Nadie hizo nada.

Mi padre se burló de la familia Montemayor durante años.

Hasta que Saúl creció lo suficiente para vengarse.

Desde ese día, la idea de advertirle dejó de ser una opción.

Podía correr hacia mi padre, decirle lo que había descubierto, avisarle que Saúl no era solo un hombre herido, sino un estratega que había pasado años preparando su caída.

Podía advertirle.

Pero no lo hice.

Porque, en el fondo, sabía que lo que le esperaba era justo.

Porque, por primera vez en mi vida, entendí que mi padre no era intocable.

Y porque, muy dentro de mí, una parte de mí quería verlo caer.

Los rumores llegaron antes que la noticia.

Dicen que nadie vio nada, que nadie oyó un solo disparo. Solo desapareció, como si nunca hubiera existido. Su oficina quedó vacía, su casa desierta. Sus aliados callaron, como si el simple hecho de mencionar su nombre pudiera atraer el mismo destino sobre ellos.

Yo estaba en la casa cuando me dieron la noticia.

No lloré.

No pregunté.

No busqué respuestas.

Porque ya las tenía todas.

Cuando Saúl llegó esa noche, me encontré con su mirada sin expresión. No me ofreció condolencias, ni excusas.

—Sabías lo que iba a pasar —dije, con la voz más firme de lo que esperaba.

Saúl no negó nada.

—Tú también lo sabías.

Lo supe. Desde el momento en que vi esa foto, desde el instante en que entendí quién era mi padre realmente.

Desde que decidí no hacer nada.

Desde que permití que todo ocurriera.

Siempre pensé que Saúl era el monstruo.

Pensé que me había casado con el villano.

Pero el verdadero monstruo… fui yo.

Derechos de autor reservados a Cuauhtémoc de Jesús Domínguez Soto. Escritor de esta historia. Si la vas a compartir, favor de dar los créditos correspondientes al autor.

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