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El profesor estaba loco; o al menos eso creía cuando frecuentaba la librería. La Catedral tenía su nido, desbordante de encuadernaciones viejas y apolilladas, al lado de la plaza del casco viejo de la ciudad. El profesor era un parroquiano habitual; siempre trajeado, con su sombrero negro y su corbata de seda detenido en cualquier lugar del establecimiento, parado frente a las grandes estanterías en forma de espiral que recorrían o recorren, ya no sé si existe aquel lugar, todo el recinto hasta culminar en un tejado de zinc. Mascullando frases incomprensibles. Escarbando en el significado de las palabras, a las que daba tantas vueltas que terminaban en una pasta absurda en las anotaciones de su cuaderno. No sé desde cuando rondaba el local ni si existía alguna afinidad con la matrona catalana que lo regentaba. Mis recuerdos de esa época de liceísta están hundidos en una niebla espesa. Solo en sueños puedo verme de nuevo cruzando la plaza, bajo el calor incesante, entre cafeterías oxidadas donde los viejos se disputaban partidas interminables de ajedrez o domino. A mí nunca me gustó el casco viejo, sin embargo, en las horas aguadas de las clases me ensoñaba con sus calles con inscripciones anteriores a la guerra, de estatuas musgosas con héroes olvidados y ese aire húmedo, pegajoso, que solo parecía existir entre sus casas. Tampoco se muy bien como encontré la Catedral. Para mí siempre estuvo allí, con su santamaría de blanco, con la mesa de descuento repleta de tomos despanzurrados, comidos por las polillas, agujereados de soledad. Quizás sea cierto que el tiempo a veces nos revela nuevas dimensiones de los objetos. Porque aunque el profesor se paseaba entre las largas hileras masticando siempre su inacabable sermón, no tuve conciencia de él hasta una tarde en que buscando y rebuscando por todas partes libros de títulos alargados y viejos, se oyó un gran estropicio y se levantó una nube de polvo que envolvió el ambiente. Entonces con una claridad inédita lo vi mientras el polvo ascendía a su alrededor; los ojos lánguidos, llenos de insomnio; la cara, como un mapa arrugado y amarillento; y una tristeza que lo hacía encogerse, empequeñecerse, hasta dar la impresión que fuera un recién nacido al que el mundo le quedaba grande. Lo ayude a acomodar los tomos y desde entonces su figura se asocio en mi imaginación a la Catedral.
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Fuente: Pixabay
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A veces escribir te convierte en un minero, con pico y pala. Saludos.
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Saludos amigos. Gracias por pasearte por estos lares
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