LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA. Parte 1 Juicio Final | Cuentos de futuros apocalípticos. 3/9

in stemith •  5 years ago 

Sé testigo de la destrucción global de un planeta. Conoce en estos diez cuentos al ser humano, maestro indiscutible en el arte de romper las reglas, y sus esfuerzos por absorber hasta la última gota de agua de su entorno con la intención de hacer crecer su empresa. Lee, aprende y prepárate, que pronto él podría invadir tu espacio y arrasar con todo, dejándote en la desolación. ¿Qué camino tomará la humanidad si el agua potable se agota en el planeta?

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ABC Internacional

LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA es una colección de cuentos de futuros apocalípticos y ficción especulativa que publiqué en AMAZON en 2016. Espero los disfrutes.
ISBN-13: 978-1535241380
ISBN-10: 1535241381

SEÑALES 3

—¿Quieren un poco de agua? —preguntó Joseph.

El grupo de niños, sentado en el suelo en semicírculo, lo miró en silencio. Ninguno respondió con palabras a su pregunta, pero él supo traducir las súplicas reflejadas en sus pupilas.

Después de dar un paseo de inspección por el campo de refugiados, no pudo evitar acercarse a esos jóvenes. La mirada melancólica de una niña de rostro huesudo, que acompañaba a los chicos envuelta en un manto rojo, llamó su atención. La joven observaba con fijeza las nubes de polvo que se arrastraban por el desierto del cuerno de África, como si esperara que de allí saliera algo milagroso.

Sacó un vaso de su mochila y lo llenó con el agua que quedaba en su cantimplora. Se lo entregó al primero de los niños, quien hacía figuras en la arena con ayuda de una rama seca. El joven, después de darle un sorbo, se lo pasó a sus hermanos. Cada uno repitió la operación hasta que, finalmente, la niña lo devolvió aún con un poco de agua en el fondo, para que él bebiera.

Así eran los refugiados que habían nacido en aquel campamento. Generaciones que no conocían más vida que la que habían llevado dentro de esa burbuja de penurias y tristezas. Tomaban solo lo que necesitaban para sobrevivir, sin desperdiciar nada, el resto lo compartían. Sobre todo el agua, uno de los recursos más escasos en esa zona.

Un grito débil hizo reaccionar a los niños. Con rapidez se levantaron y corrieron hacia una tienda cuya lona estaba amarillenta por el paso de los años. Era la hora de la ración de comida. Sus anatomías se perdieron tras la desgastada cubierta mientras eran apurados por su madre, una mujer con el rostro cuarteado por la resequedad.

En el suelo de la entrada se encontraba sentado el padre de los niños. No vio la escena por tener la mirada entristecida extraviada en la arena. Joseph lo conocía. Era uno de los que en ocasiones colaboraba en la repartición de los alimentos.

En una oportunidad este le contó que había sido pastor de camellos. Huyó de sus tierras con su familia después de que todos sus animales fueran tomados por el ejército que controlaba la zona, no sin antes haber sido reprendido por negarse a formar parte de su milicia. Le propinaron un duro castigo que lo dejó con la cadera dislocada, impidiéndole trabajar. El hambre y la guerra lo llevaron hasta ese sitio, para proteger a los suyos.

En medio de un suspiro, Joseph cerró su cantimplora, guardó el vaso y se dispuso a regresar al hospital donde servía de apoyo, pero al notar que la niña salía de la tienda y lo observaba desde la distancia con inseguridad se detuvo. La joven llevaba algo oculto tras su espalda. Con pasos inciertos se acercó a él, y al estar a su lado, estiró las manos para ofrecerle una botella de plástico que contenía un poco de agua.

El hombre no pudo evitar conmoverse por el gesto. Le aseguró que la utilizaría para compartirla con otros. La niña sonrió con amplitud antes de correr de nuevo a su tienda.

Joseph retomó su camino sintiendo una opresión en el pecho. Pasó junto a las largas filas de los recién llegados experimentando un mayor abatimiento: familias incompletas, que habían atravesado el desierto después de una agotadora andadura bajo un sol sofocante, sin agua ni alimentos, y perdiendo a sus seres queridos por culpa de la guerra, la fatiga o el hambre, eran alineadas para ser registradas antes de darles un lugar.

Entró en el hospital, dejó a un lado la cantimplora y la mochila y se colocó la bata que lo identificaba como miembro de Médicos Sin Fronteras. Recorrió un cobertizo repleto de chicos enfermos, algunos de ellos en la fase terminal de sus vidas. Repartió sorbos del agua que la niña le había obsequiado y reconfortantes caricias en la cabeza. No tenía nada más que ofrecerles.

¿La poca ayuda que él les brindaba y los gestos nobles que aún quedaban en los corazones inocentes de aquellos desplazados sería suficiente para apalear el dolor asfixiante que infringía esa realidad?

Se obligó a apartar la pena para seguir con su trabajo. Las señales de un fin inminente marcaban ya la historia, sin embargo, podía percibir algo, una sensación casi imperceptible que revoloteaba en el aire y removía con sutileza sus esperanzas.

A esa idea se aferró para culminar el día. Tal vez era producto de su mente exhausta, que de forma involuntaria seguía rebelándose a lo que le mostraba el entorno, pero era lo único que le inspiraba paz. Por eso se dejó embargar por ella.

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