Un buen día llegué con algo de retraso a la oficina, el rostro del jefe mostraba molestia y sus ademanes no presagiaba nada bueno para mí. Era la tercera vez en el mes que llegaba con una demora de cinco minutos. El problema era el tráfico, coincidencia o no, me impedía llegar justo a tiempo para la revisión y el encendido de las máquinas en el día en que era responsable por la operación.

Las máquinas estaban en marcha, todos me miraban con cierto aire de repudio mientras algunos murmuraban en voz queda a mi paso hacia la oficina del jefe. Esperaba una fuerte amonestación, la primera, luego de cinco años sin faltas. Para mi sorpresa el jefe no estaba solo, le acompañaba un representante de la oficina de talento humano de la corporación, intuí en seguida que sería despedido.

Quedarme sin un lugar de trabajo estable en esta época de recesión económica, pensaba en mi familia, meneaba la cabeza sin perder la templanza. Bueno, no sería el primero ni el último, así que solo escuché sus argumentos y fundamentos legales, lo único extraño fue la no exigencia de los días de pre-aviso para entregar el cargo con sus asuntos pendientes.

En la antesala de la oficina, un hombre joven esperaba para hablar con el jefe, deduje de inmediato, mi reemplazo. ¡Que desfachatez! pensé, todo aquel discurso sobre la importancia invaluable del trabajador que pregonaban en los cursos de inducción, tan solo somos una pieza intercambiable dentro de la maquinaria organizacional.

Tomé mi cheque y las pocas cosas que nos permitían tener en la oficina, saliendo para siempre de aquel lugar que arrebató una gran parte del tiempo para dedicarle a mi hogar. No quise irme directamente a casa, necesitaba pensar en mi situación y así deambulé por el parque central, apagué el celular, no quería molestia alguna, solo pensar.

Una vez hechas las pases conmigo mismo, caminé a la casa como de costumbre luego de salir del tranvía, mi esposa con lágrimas en los ojos se lanzó sobre mí diciéndome, amor pensé que estabas muerto. La miré sorprendido oyendo las noticias sobre la explosión de la refinería de donde, horas antes, fui despedido. Entendí el refrán popular: No hay mal que por bien no venga.