Hace dos meses prometí esta tercera parte. Entonces me quede incomunicada (otra de las desgracias cotidianas de mi país). Bien, ahora puedo cumplir. Si te animas a leer el resto, aquí encontrarás en link a la primera parte y podrás leer la segunda. Se les aprecia, de verdad, a pesar de las ausencias.
Ernesto Laroche, Paisaje de campo con tajamar
Entonces entró un niño a la cueva. Y luego otro y otro. Así entraron muchos, acompañados por un grupo de gente joven, y la risa y las voces se redoblaron en ecos animados. Los niños la señalaban sin pudor. Los demás les daban suaves manotazos para bajar sus brazos. El anciano que le había ofrecido el cuenco habló bajito con un grupo de hombres. No entendía lo que decían, pero sabía que hablaban de ella.
Entonces el grupo se puso en movimiento y comenzaron a prepararse para la partida.
Madre Masía sintió que el corazón se le hundía en las costillas y puso a un lado el cuenco.
Dos hombres jóvenes se acercaron. Le hablaron, pero ella no entendía. Le señalaron insistentemente un artilugio de palos. Uno de ellos hizo un gesto de impaciencia y, sin más, la cargó y la deposito sobre los palos. Ambos jóvenes la cargaron y siguieron resoplando al grupo fuera de la cueva.
Había dejado de llover por completo. Había barro y sol y, más allá, donde la lluvia antes había interpuesto su manto, un grupo de árboles jóvenes señalaba la entrada a un Valle de verde fragante.
Cerró los ojos y escuchó la risa de un niño, un viejo se quejó de una espina en el pie. Un pájaro que iba lejos, lejos, dio un grito afilado. Su oído estaba aclarándose.
Seguía estando bastante ciega, pero igual miro hacia abajo, con el corazón en la boca, para comprobar si la seguía su sombra.
Gracias por leer. Hasta pronto.