En agosto nos mudamos a la casa donde vivió muchos años mi tía, la que nos enseñó que al cementerio no se deben llevar rosas porque son para los enamorados, ni claveles porque son para los muertos. Allí mi tía encendió todos lo lunes las velas para las animas benditas del purgatorio, exclamó el Angelus a mediodía, rezó el rosario todas las noches antes de dormir y canto las alabanzas del salmo veintitrés todos los amaneceres.
En un rinconcito, colocó la repisa con las imágenes de yeso y los cuadros viejos y amarillentos de El Corazón de Jesús, José Gregorio Hernández, San Miguel Arcángel y el Inmaculado Corazón de María, iluminándolos unas veces con velón blanco y otras amarillo. En el lugar preferencial estaba la foto de mi tío José, su único amor; mi tía enviudó apenas un año después de su boda sin haber engendrado un hijo para su consuelo, sin embargo, Dios le mandó todos los hijos que quiso tener aun sin haberlos parido. Mi tía Ofelia la rezandera... ¡Tan piadosa y espiritual!
Cuando llegamos a la casita tenía como dos años desocupada, en ella nos establecimos por voluntad de mi mamá y su “quien se casa, casa quiere”. Era una casa pequeña con el techo bajito, en el patiecito había una mata de mango frondosísima que hacia de la casa un lugar frío y penumbroso. Las huellas de las velas encendidas por mi tía durante tantos años aun persistían en todos los rincones al igual que el envejecido olor a sahumerios, aceites perfumados y mentol.
Cuando llegamos allí, mi hija Ale tenía cinco años, ella desde siempre ha tenido enigmáticas visiones, mucho antes de esa edad ya presentía entes caminando por los rincones y los techos, decía que eran bichos que querían llevarse a su hermanito Manu y a ella. Casi todas las noches se despertaba angustiosamente aterrada y llorando, la única forma que encontré para calmarla era sacudir la habitación agitando fuertemente una sabana por el techo y los rincones simulando que espantaba los monstruos que ella me señalaba, al tiempo que proclamaba: “Fuera de aquí, salgan, aquí está Dios y donde está Dios ustedes no pueden entrar”. Esto se convirtió para ella en una fórmula mágica, cuando corría a su cuarto a consolarla ella inmediatamente me exigía desesperada: ¡Dilo mami, dilo rápido... que se vayan, que aquí está Dios! Cuando se tranquilizaba le cantaba alguna canción de cuna hasta que se quedaba dormida.
Una noche, cuando ya Ale tenía siete años desperté y estaba paradita a mi lado mirándome fijamente; le pregunté: - ¿Que paso hija? ¿Tuviste una pesadilla?
Entonces, ella muy calmada me respondió: - Quiero hacer pipí y el Señor del Sombrero esta en la puerta del baño y no me deja pasar.
Recordando que en aquellos tiempos de sus pesadillas una vez la encontré parada frente a la puerta que daba a la calle y al hablarle solo dio media vuelta regresó a su cuarto y se acostó, en esta oportunidad encendí la luz para ver su cara y saber si continuaba dormida, actuaba con tal coherencia que me asusté en serio... llenándome de valor le pregunté: - ¿Cual señor del sombrero? ¿Cómo entró a la casa?. Ella contestó: - Mami... él vive aquí, lo veo en las noches, pasa frente a la puerta del cuarto, va al baño y se devuelve, hoy se quedó en la entrada del baño y no quiere quitarse.
Estaba tan convencida que le seguí la corriente: - Ven, te acompaño, le pedimos permiso al señor para pasar. Fuimos al baño, ella señalando hacia la puerta dijo: - Miralo... ¿ves? ahí está
Entonces, con mucha seriedad, mirando hacia el lugar que ella indicaba, dije: - Disculpe Señor ¿puede darnos un permisito,?
Ale sonrió y me dijo: Ya se quitó, al tiempo que entraba.
En otra oportunidad, a las siete de la noche me vi forzada a enviarla a la bodeguita que quedaba al final de la vereda donde vivíamos, lloviznaba, la vereda estaba desierta por lo que le dije: - Anda rapidito mami que yo te veo desde la puerta. Ella con la espontaneidad habitual contestó: - Quedate tranquila con mis hermanitos que el Señor del Sombrero nos cuida cuando jugamos en la vereda. Y señalando hacia el poste de la esquina dijo: - Mira, ¿ve? Allí está recostado en el poste. Oculté mi contrariedad, cuando regresó, fingiendo naturalidad le pregunté: - hija, ¿El señor del sombrero, te dijo algo? Ella me reprendió: - ¡Mami, él es un fantasma! Los fantasmas son muertos y no le hablan a los vivos.
Esa navidad por primera vez en los casi dos años que teníamos viviendo allí decidimos quedarnos en nuestro hogar y unirnos a la celebración de noche buena que acostumbraban a realizar los vecinos, para esto se adornaba la vereda con guirnaldas, se colocaban mesones y cada vecino contribuía con algún platillo tradicional para compartir la cena. Fue así que le comente a tres de mis vecinas sobre el asunto del Señor del Sombrero, quedaron atónitas,mirándose entre ellas, las interpelé sobre el porque de su reacción. Finalmente, una de ellas al reponerse del asombro, con voz temblorosa me preguntó:
- ¿Tu no sabes lo que paso en esa casa?
- No. Le respondí.
- El dueño de esa casa era policía. Un día su familia se fue. El señor tenía como cincuenta años de edad. Después que quedo solo no le hablaba a nadie por aquí, llegaba de trabajar y se encerraba, cuando empezaba a oscurecer se paraba cerca del poste a fumar y a mirar la nada, se quedaba ahí hasta las nueve o las diez de la noche. Cuando habían pasado como dos años desde que la familia lo dejó, se suicidó. Lo encontramos como a los tres días colgado en el pasillo que da hacia el baño. Cuando lo hallamos todavía tenia puesta la gorra de policía, estaba descompuesto y abombado, no le pudieron quitar la gorra, la tenía como pegada...