Traducción no oficial del portugués al español de "(Como) Ficar sozinha" de Cristina Parga.
En las costas de Japón, durante casi 2000 años, las mujeres buceadoras se sumergían en el fondo del Pacífico casi desnudas, con apenas una máscara y unas aletas. El agua era helada y las mujeres (entrenadas desde pequeñas), se quedaban por minutos debajo del agua, repitiendo la zambullida más de 50 veces por día. No voy a llenar esta página de fotos lindas de japonesas en topless; pero es admirable su capacidad respiratoria, la concentración y la dedicación de quien consigue soportar lo que es exquisito por breves instantes pero que en cuestión de segundos se vuelve una tortura: el sumergirse.
Ya sea tortura o placer, no podría vivir sino preparase los pulmones para aguantar hasta el máximo ese momento único, en que la piel es la única frontera con el mar azul. Nada se oye excepto el murmullo del agua (¿o el palpitar de nuestro corazón?) y nos libramos de la gravedad, la sociedad y otras ataduras, solos con nosotros mismos. Plenos.
No estoy dando lecciones de buceo ni de natación. Estoy hablando de quedarse sola, en un espacio que te envuelve y te separa de la Tierra, como el fondo del mar.
Por vueltas de la vida, siempre pasé mucho tiempo sola. Sola, digo, físicamente, sin nadie alrededor - independientemente de tener a alguien para decirle "mi amor" o de vivir en una casa con 6 o 7 personas. Aún estando en una relación, siempre el insomnio me arranca de la cama para llevarme a momentos de plenitud conmigo misma. En el transporte público. O simplemente cuando camino por la calle con los auriculares.
O cuando abro un cuaderno y escribo.
La verdad es que me gusta la soledad. La necesito. Me encanta estar con personas- amigos y/o grupos grandes, rodeada de gente hablando fuerte, tomando, bailando. Me encanta el carnaval. Soy tímida, pero esa es una característica de mi personalidad, no un diagnóstico. Mi fobia social está bien controlada, gracias. Me encanta estar en grupo, pero pocas veces esos momentos me llenan tanto como aquellos en que estoy yo, mi cuaderno y mi mundo interno. Sin nadie que me pinche la burbuja y me invada la atmósfera de endorfina.
Un mundo interno amplio, libre, cómodo como una mantita calentita de rivotril y clonazepam. Aunque, a veces, doloroso como un colchón de clavos. Más intenso. Genuino. Vivo.
Quizás algunas personas toleren más la soledad. Yo la aguanto bien. O quizás la necesite. Porque estar sola tiene su beneficio. Subestimado, pero lo tiene. Me doy cuenta. Y me debo haber dado cuenta desde joven, porque ahí es donde invierto en plazo fijo.
Pequeños placeres como la comodidad de sentirse segura, de poder cerrar los ojos si la cabeza nos da vueltas sin que piensen que estamos locos, poder escribir durante horas sin darnos cuenta si es de día o de noche. Poder.
Y en aquel instante mágico en que llevamos horas inmersos en alguna actividad es cuando de repente el mundo viene y nos atraviesa, nos llena. Nos hace salir a la superficie, nos asombra. No ocurre todo el tiempo, tampoco existe la menor certeza de qué va a ocurrir; es como un eclipse, medio raro. Pero después de que se vive ese encuentro resulta difícil no esperarlo. Porque esa espera alimenta cualquier ansia, va pintando de significado el silencio, habitando las mañanas perezosas, las tardes lentas, el sol que no se pone más.
Resulta tentador querer cambiar cualquier experiencia externa por ese zambullido en un submundo de aislamiento. Pero esto tiene un tiempo límite.
Y también tiene condiciones.
No se puede zambullir cuando el mar está agitado o cuando hay tormenta, aunque, muchas veces, el agua parezca el único refugio. Hay que tener cuidado. Hay que acordarse de los que se quedaron ahí presos, para siempre; hay que saber volver.
Cuando tenemos a un ser querido (un compañero/a, la familia, o lo que fuera) que nos espera del otro lado, es más fácil salir a la superficie. Con perlas y piedras brillantes, con los ojos llenos de historias para compartir. Pero repito.
Hay que saber volver.