Cuando me levanté y salí afuera de la haima todavía estaba oscuro. Tenía el viento como compañero. Nadie más se levantó para ver la salida del sol.
Caminé con las primeras luces del alba hasta una duna dominante, un poco apartada de las haimas.
El sol debía aparecer en el horizonte alrededor de las seis, pero, desgraciadamente, no pude disfrutar de su presencia. Las nubes azules lo impidieron. Aún así, fue una experiencia muy enriquecedora estar solo, entre el cielo y la tierra, sintiéndote a ti mismo, rodeado de un mar de arena que se movía sin pausa a merced del viento.
Estos momentos no se olvidan jamás.
A las ocho de la mañana desayunamos. El sol, ahora sin nubes, era abrasador.
Después, la última mirada tranquila al desierto. Retener las últimas sensaciones para llenar la mochila de recuerdos.
Pronto abandonaríamos Erg Chebbi.
Sobre las diez de la mañana abandonamos el campamento de haimas y poco a poco el desierto quedó atrás...
Pueblos nómadas del desierto, los tuaregs, con sus manadas de dromedarios eran los últimos signos del desierto que dejábamos a nuestras espaldas...
Tiempo después atravesamos el Valle de Draa con el magnífico Oasis de Draa, un palmeral enorme a orillas del río del mismo nombre.
Después del oasis el paisaje se volvió de nuevo árido y seco. Montañas sin vegetación, yermas, pero no exentas de belleza.
Ahora teníamos otro destino, el último: Marrakech.
