Cualquier Tiempo pasado...

Desde tiempos inmemoriales los ancianos han elogiado los días de su juventud, deplorado el presente y predicho la ruina para el futuro inmediato. Siglo tras siglo han sostenido que sólo unas décadas antes los niños respetaban a sus padres, las jóvenes luchaban por defender su virginidad, el sitio de la esposa era el hogar, se veneraba la religión, todos los hombres apoyaban la rectitud, los modales eran perfectos, prevalecía el buen gusto, los vinos y las viandas tenían
sabor exquisito y los jóvenes acudían presurosos a ofrendar la vida por su patria.
El descontento de los viejos abarca no sólo la decadencia de las normas de la moral ("Ya nada es sagrado") y los cambios del clima ("Ya no podemos decir que esto sea primavera"), sino también las pequeñeces o trivialidades. Aleksandr Ivanovic Herzen, rico revolucionario del siglo XIX, dedicó una nostálgica pagina de sus memorias al placer de viajar en diligencia. "Se desplaza usted lentamente", dice, "se interna gradualmente en un nuevo país, disfruta del paisaje, hace nuevas amistades y aprende otro idioma sin darse cuenta; en tanto que si viaja en tren, a la velocidad del viento, entre humo y ruido ensordecedor, llega muy pronto a su destino, pero sin ver, comprender ni aprender nada".
Este aristócrata ruso se olvidó de relatar las noches pasadas en cobertizos, las camas con chinches que había que compartir con desconocidos, la comida inmunda, los repugnantes retretes, si los había.
"¿Dónde está el retrete?", preguntó Goethe al hostelero en la villa de Tórbole, al norte de Italia. "En el patio", fue la respuesta "¿Pero exactamente en qué parte del patio?" "En cualquier parte repuso el hostelero.) El revolucionario Herzen tampoco se refirió a la proverbial rapacidad de los cocheros, a los asaltos de los forajidos ni a las molestias de tener que bajarse a empujar el coche en los pasos estrechos y empinados, aun bajo la lluvia o la nieve
En la misma vena, mi padre recordaba a los ancianos que decían que el vino hecho con uvas de cepas americanas después de destruidos los viñedos europeos por la filoxera, no era tan bueno como el de antes. Los viejos milaneses sólo comen los panettoni anchos y aplanados que hacen sus propios panaderos, y no los actuales, altos y angostos, a los que se les da esta forma sólo para poder meter la mayor cantidad posible en los modernos hornos industriales. Se libró también una ardua y larga batalla entre los usuarios de las navajas tradicionales y los que habían adoptado las hojas de afeitar; entre los defensores de las lámparas de gas y los que preferían las eléctricas; entre los partidarios de los cuellos tiesos desprendibles (podía uno cambiarse el cuello sin cambiarse de camisa) y los que querían los cuellos blandos, fijos a la camisa. Mi padre lamentaba que ya no pudiéramos disfrutar el delicioso sabor de los alimentos cocidos con carbón o leña.
Por supuesto que hay algo sobre el olor que despiden el carbón y la leña; pero el sabor no compensa las molestias. Todas las mañanas, al levantarse, esperaba usted encontrar alguna brasa para hacer el café; raras veces ocurría así, no obstante las precauciones tomadas la noche anterior. Para encender una nueva llama tenía usted que llenar el hornillo con papel de periódico, trozos de leña, y después el carbón. Encendía usted el papel con un fósforo de azufre y abanicaba la lánguida llama y la soplaba con toda, su fuerza. Para todo esto, se necesitaba tener paciencia unos 15 o 20 minutos.
Además, había los interminables viajes que hice en mi juventud; días y noches pasados en el tren, a veces
con travesías marítimas intercaladas tan largas, que aun a Herzen le habrían gustado. Recuerdo un día de
1939, en que tenía que estar en Londres lo más pronto posible. Llegué en barco a Ostende, en Bélgica (El tren no pudo atravesar Francia porque los ferrocarriles estaban bloqueados por la movilización de tropas.) Era un día tormentoso
nubes negras y bajas se perseguían por el cielo unas a otras; las crestas de las altas olas eran batidas por el fuerte viento, y estallaban en nubes como de arena. Ya en alta mar nos dijeron que el tiempo hacia imposible atracar en un puerto británico y que no podíamos regresar a e Ostende. Pasé 48 horas sufriendo a violentas sacudidas... entre pasaje ros pálidos que vomitaban. (El año pasado viajé de Roma a Londres en agradable vuelo de dos horas. Nadie se mareó.)
Tal vez las palabras de Horacio expliquen la nostalgia que sienten los viejos: "Gruñón y quejumbroso es el que ensalza el pasado, los tiempos en que era niño, castigador y censor de las generaciones jóvenes. El paso de los años trae muchos consuelos, pero muchos otros se van también con los años que pasan".
Por consiguiente, la nostalgia de los viejos se enfoca directamente a la decadencia de la moral, la muerte de los ideales, el enfriamiento del Patriotismo, el fin de la rectitud, de la virtud, de la cortesía y del buen gusto; pero sobre todo a lamentar la pérdida de muchos consuelos, deleites, placeres y gustos reales o imaginarios que tuvieron en su juventud.
La única explicación: El mundo es siempre honrado, virtuoso, bello, placentero, acogedor sabroso, lleno de placeres y hermosas muchachas, cuando tenemos 20 años. Se va tornando desagradable cuando llega la madurez y resulta intolerable en la vejez.