Creíamos ser una nación rica, dotada por la naturaleza de tierras fértiles, de agua en abundancia, de recursos naturales de todo tipo, en particular de inmensas reservas de petróleo.
A lo largo del Siglo XX Venezuela pudo disfrutar de una etapa de paz enriquecedora. Tuvimos, sí, dictaduras. Sin embargo, aunque cueste reconocerlo, comparadas con otras de la región fueron relativamente benignas.
En una primera y prologada fase, el petróleo fue una bendición. Su efecto benéfico cambió la vida de los venezolanos. Logramos en un tiempo asombrosamente corto lo que otros tardaron siglos en alcanzar. De ser el país más pobre de Latinoamérica pasamos a ser el más rico. Acabamos con el paludismo, la tuberculosis, la difteria e infinidad de otras enfermedades endémicas y epidémicas que diezmaban a la población. Pasamos a tener tasas de mortalidad y expectativas de vida similares a la de las naciones desarrolladas. Levantamos un país moderno, lo electrificamos y construimos una de las represas más grandes del mundo. Erradicamos el analfabetismo. Sembramos escuelas, liceos y universidades por todas partes. Desarrollamos autopistas, carreteras, caminos vecinales, cloacas y acueductos. Construimos aeropuertos, puertos y servicios públicos que llegaron hasta los más apartados rincones.
La segunda fase de nuestra historia petrolera se inicia en la década de los setenta. En esos años los precios del petróleo comenzaron a dar bandazos al ritmo de recurrentes conflictos en el Medio Oriente. Cuando los precios se disparaban, como ocurrió a raíz de la Guerra del Yom Kippur y el Embargo Petrolero Árabe, los venezolanos nos indigestamos de tanto dinero. Creíamos tener a papá Dios agarrado por las chivas. Nacionalizamos el petróleo y fuimos capaces de manejarlo admirablemente bien. Pero no fuimos capaces de administrar bien los ingresos que nos proporcionaba ese petróleo.
Pero la economía venezolana nunca más volvió a recuperar la vitalidad sostenida de los años anteriores. Nos consolábamos pensando que estábamos construyendo una sólida democracia.
Y llegamos así al Siglo XXI donde se produjo un cambio trascendental en el impacto de los hidrocarburos sobre la sociedad. De ser una bendición, el petróleo se transformó en una maldición, en el excremento del diablo como lo predijo Pérez Alfonzo. Muchos de los males que creíamos erradicados para siempre están regresando.
En manos de una dirigencia populista, dogmática y corrupta, los ingresos petroleros más altos de la historia dejaron de ser un instrumento para un desarrollo económico y social sustentable y pasaron a ser una fuente para financiar una ideología e imponer un exhaustivo control político a la nación. Nos hundimos en la peor crisis económica que registra Hemisferio Occidental.
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