El siguiente texto inicialmente fue un ensayo académico, de la asignatura Estructura Social Venezolana, fue escrito en estos momentos de crisis, y como siempre, me sirvió de terapia. La profesora, en conjunto a algunos compañeros me alentaron a hacerlo público. Sin embargo ha sufrido algunas mínimas modificaciones, en aras de abordar nuevas situaciones, que cuando empecé su redacción (abril de 2017) no existían. Espero les llegue, tanto como llegó a mi.
Este escrito tiene como finalidad última, transmitirle a usted, lector, lo que siente un joven viviendo en la llamada Venezuela Socialista. Se me hace relevante, generar un contexto de ese país anteriormente mencionado para luego relatar, desde mi visión, lo que se vive –y se siente- como estudiante universitario UCVista, en esta cruda actualidad.
La Venezuela Socialista empezó, con la elección del presidente Chávez, por allá en 1998, cuando yo estaba –apenas- próximo a cumplir los cuatro años de edad. Llegó a la presidencia con una promesa de cambiar definitiva y radicalmente –y sí que lo hizo- a una Venezuela golpeada por malas gestiones políticas, económicas y sociales. En sus primeros meses de gobierno cambió la, como él mismo lo decía, “moribunda constitución” del 1961 por la modernísima constitución de 1999 (sí, esa misma que hoy día el gobierno de Nicolás Maduro está re-escribiendo), en donde los profundos cambios sociales y económicos empezaron a echar sus raíces. Luego de algunas crisis sociales por una sociedad que prevenía los errores que conllevarían estos cambios, el gobierno de Hugo Chávez se fortaleció gracias a la creación de múltiples instancias de ayuda a los más pobres, como alimentos a muy bajos costos, creación de centros asistenciales de salud atendidos por médicos traídos de Cuba, becas, pensiones, casas, carros, terrenos y muchos otras. A simple vista, todas estas políticas se muestran inofensivas e incluso beneficiosas para el desarrollo de un país, sin embargo, se fue creando poco a poco, una sociedad acostumbrada a los regalos del presidente, y este a su vez, se acostumbró a manejar el pueblo gracias a estos regalos.
Todo esto, fue mantenido gracias a la grandísima entrada de dinero que Venezuela recibió por sus exportaciones de petróleo, con un precio por barril de petróleo de en más de 60 dólares americanos con un aumento sostenido, cuyo pico más alto a mediado del 2008, alcanzó el precio de 130 dólares por barril, manteniéndose sobre los 100 dólares nuevamente desde mediados del 2010 (Scrofina, 2012). Esta extrema dependencia al petróleo, aunada a una severa regulación en materia económica, entendida como la intervención del Estado para controlar las acciones de la empresa y los ciudadanos, con miras a definir lo que pueden hacer y la manera como deben llevarse a cabo ciertas actividades (Gómez, 2008), provocó, no solo que se dejará de fomentar otros motores productivos, sino que los ya existentes colapsaran. Finalmente, en el año 2013 el presidente Chávez fallece, y tras un proceso electoral con un clima bastante tormentoso, el “hijo político” de Chávez, Nicolás Maduro asume las riendas de la Venezuela Socialista. Para esta fecha, el precio del barril de petróleo empieza a caer, poco, pero con una clara tendencia a la baja, provocando cambios casi imperceptibles en la economía, manteniéndose entonces aquella política despilfarradora y el inmenso gasto público del estado solo aumentaba y aumentaba, buscando mantener el “amor” del pueblo por la llamada revolución. Un proceso de gasto acelerado con malas políticas económicas aunado al descenso de las entradas por exportaciones de petróleo, y la falta de otros motores productivos, desembocaron en la actual crisis económica Venezolana, en donde para resumir, existe escasez de alimentos básicos, escasez de insumos médicos, una inflación acumulada estimada para el 2018 de 13,000% (cifras estimadas por el Fondo Monetario Internacional FMI dado que el Banco Central de Venezuela no publica estos datos desde el cierre del año 2015, donde la inflación era de 180,9%), inseguridad desmedida, etcétera.
Sin embargo, y paradójicamente en todos estos años de gran bonanza económica y con muchas políticas sociales, los niveles de pobreza, entendida como la “situación de escasez o carencia material en relación con una magnitud o patrón normativo (…) que se define por la satisfacción de necesidades para la sobrevivencia (pobreza absoluta) o por la sobrevivencia con dignidad (pobreza relativa)” (España, 2016 p. 29), se mantuvieron casi igual hasta mediados de 2014, donde empezaron a aumentar. Según España (2016) la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela ENCOVI del año 2014 demostró que la proporción de hogares en Venezuela que se encontraban en situación de pobreza extrema era de 23,6%, mientras que los hogares No pobres representaban el 51,6%. Para el 2016, estos valores sufriendo un grave alteración negativa, siendo la pobreza extrema quien representa el 51,51% de los hogares venezolanos, mientras que los hogares No pobres representan tan solo el 18,24%.
En materia de violencia, dividida por Briceño León (2008) en tres tipos: física, psicológica y estructural. Siendo la violencia psicológica la “agresión emocional hacia otra persona y que puede ser activa o pasiva (…) por acción o por omisión, como ofensa verbal o como silencio” (Briceño león, 2008 p. 28); la estructural se refiere a “las condiciones sociales que por sus carencias representan una agresión contra el ser humano y su calidad de vida” (Briceño león, 2004 p. 28); y por violencia física “el uso o amenaza de uso de la fuerza física para dañar a otros o a uno mismo” (Briceño león, 2008 p. 29). Según estas definiciones, y según todo lo anteriormente planteado queda demostrado que Venezuela vive una situación de violencia en todos sus aspectos, sin embargo, solo podemos referirnos con sustento a los dos últimos tipos: se afirma la presencia de la violencia estructural en nuestra sociedad dada a su estrecha conexión con la pobreza, detalladamente expuesto en el párrafo anterior. Con respecto a la violencia física, Caracas, nuestra capital ha sido considerada en 2016 como la ciudad más violenta del mundo, con 5741 muertes violentas en 2016, la segunda más peligrosa en 2017 y un 2018 batiendo records en violencia (D’hoy, 2017; BBC, 2018).
Para el momento en que este texto fue escrito, desde mediados de Abril de 2017, dado toda la insostenible situación social el país se encuentra sumergido en medio de -quizás- una de las crisis sociales más fuertes de la historia contemporáneas del país. Con protestas en todo el territorio nacional, decenas de asesinados por fuerzas militares, represión del derecho a la protesta, desconocimiento del poder Legislativo, ruptura del orden constitucional, así denunciado por la Fiscal General de la República Luisa Ortega Díaz (hoy en exilio) y un llamado a Asamblea Nacional Constituyente (hoy plenamente instalada) con dudosos argumentos legales.
Una vez contextualizado, me pregunto ¿Qué es ser joven universitario en la Venezuela socialista? O, sería mejor preguntar ¿qué se siente ser un joven universitario en la Venezuela socialista? Son preguntas muy profundas, muy discutidas y amargamente debatidas en la actualidad. Sin embargo, intentaré dar cuenta de las mismas desde mi propia subjetividad “¿Qué siento yo, al ser un estudiante universitario en la Venezuela socialista?”
Ser estudiante universitario es (o debía ser), como siempre me lo enseñaron el mejor momento de tu vida, el momento donde crearías, o al menos terminarías de crear tu identidad, donde crearías tu futuro, donde te formarías para ser eso que siempre soñaste ser. Ese momento donde eres libre, te sientes grande, dueño de todo el conocimiento, con un espíritu de grandeza y sobretodo unas ganas gigantes de salir a comerte el mundo. Nos prometieron largas jornadas en ese campus universitario soñado, horas de frustración por alguna materia, pero también horas de diversión y felicidad en los jardines, nos prometieron una universidad libre de pensamiento, creadora de conocimiento, con oportunidades de crecer, de mejorar nuestras situaciones socioeconómicas, y muchas cosas más.
Pero ¿qué pasó? ¿Dónde quedaron estas promesas? Nadie nos habló nunca de tener miedo al caminar por esa grandiosa ciudad universitaria, nadie nos dijo que debíamos evitar llevar objetos de valor a nuestra segunda casa, o que por pensar diferente y querer hacer las cosas debidamente te podrían herir, nadie nos advirtió tampoco que te podrían asesinar una mañana de clases. Nadie nos contó que debíamos debatirnos fuertemente entre faltar más a clases o ir a hacer cola para comprar comida, tampoco nos prepararon para estudiar en la cola de la panadería. No nos enseñaron como conseguir alimentos a precios que pudiésemos pagar, y mucho menos, como administrarnos con superinflación.
¿Cómo íbamos a saber que debíamos dividir nuestros pensamientos entre el parcial y los compañeros siendo asesinados en la calle? ¿Cómo debíamos estar preparados para asumir las riendas de un proceso de cambio social? ¿Cómo demonios podríamos prepararnos para sacrificar semestres con tal de recuperar nuestro país? La respuesta es sencilla, nadie lo sabía. Nadie sabía que esta generación tendría que sacrificar el mejor momento de nuestras vidas para salvar a nuestra patria de la tiranía, de la autocracia, de la violación sistemática de derechos humanos. Sin embargo, nos tocó a nosotros, UCVistas, USBistas, UCABistas, UNETenses, jóvenes universitarios en general, pero también a jóvenes trabajadores, a padres, madres, abuelos y abuelas salir a las calles, a reclamar por nuestros derechos, a arriesgar nuestras vidas en pro de la verdadera defensa de la nación.
Pero alguna vez te has preguntado ¿Qué se siente? Que se siente ver tus sueños derrumbados, que se siente vivir con un eterno debate entre “Me quedo y continúo con mi carrera, o me voy para vivir más tranquilo” Qué se siente tener que despedir a tus amigos, hermanos, padres, parejas, en un aeropuerto sin la certeza de volverlos a ver alguna vez en tu vida Qué se siente vivir con ese sentimiento abrumador de “nunca saldremos de esto”. Los sentimientos son diversos y complejos: ansiedad, ansiedad de no saber que nos depara el futuro en estas situaciones tan adversas: ¿Lograré seguir estudiando? ¿Podré terminar mi carrera? ¿Me robarán hoy? ¿Seré el próximo en las estadísticas de muertes violentas en Venezuela?, sí, suena fatalista, incluso dramático, pero te pregunto ¿Nunca te has hecho estas preguntas?; Miedo, miedo de salir a la calle, miedo de enfermarte y no conseguir los medicamentos, miedo de que sea uno de tus compañeros a quien se lleven preso injustamente, o sea asesinado en una manifestación, miedo a que se nos olvide lo que era Venezuela, miedo a habituarnos a una dictadura; Tristeza, tristeza de ver como tus compañeros de clases, del liceo o de la universidad abandonaron sus sueños por el bienestar, tristeza de ver familias separadas en contra de su voluntad, en aras de buscar calidad de vida que nuestro país no ofrece y al ver a padres tristes, por no poder, no sólo cumplir las promesas que un día hicieron a sus hijos, pero también por no poder cumplir con las necesidades básicas, tristeza (pero también rabia y frustración) de ver día a día personas buscando en los basureros algo que comer; Rabia, rabia de ver como tantas personas que un día juraron trabajar por su pueblo, se han convertido en los asesinos, ladrones y responsables de la desdicha en la que se encuentra Venezuela, rabia de cómo la injusticia es parte de la cotidianidad, rabia de que la violencia se haya convertido en la única forma de resolver los conflictos, y que nadie haga nada para evitarlo.
Sin embargo, siento esperanza, y aquí me quiero dirigir a mis compañeros de generación, a todos los jóvenes del país. Tengo, y espero tengamos todos, esperanza. Esperanza de recuperar nuestro país de la desdicha, encausarlo a la senda democrática, pluralista, y que no nos cansemos, ni tengamos miedo de hacer lo que sea necesario –dentro de los valores ciudadanos, éticos y morales- para lograrlo; Esperanza y ganas de trabajar para reconstruir cada uno de los aspectos que componen esta Patria; Esperanza y ganas de agotar hasta la última gota de energía para educar, educar en valores ciudadanos, educar en valores democráticos; pero sobre todo, tengo la esperanza de que seamos nosotros, en nuestra individualidad, el cambio, el ejemplo, y que no nos cansemos nunca de serlo. Quiero terminar, con un fragmento de una carta publicada por el gran Carlos Cruz Diez: “...en fin, en Venezuela hay que inventarlo todo ¡Qué maravilla!”.
Sigamos reinventándonos.
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