Si hubiera estudiado medicina, cosa que no hice no tanto por falta de vocación como de capacidad, tengo bastante claro que en el momento en el que has de elegir a qué rama te quieres dedicar yo no hubiera dudado demasiado: me habría decantado por la medicina forense. No tanto por amor a los muertos como por rechazo a los vivos.
No por torpeza, que hubiera sido un buen motivo, sin duda. Cualquiera que me conozca, aunque en realidad puede que nadie lo haga, que nadie conozca a nadie y que yo sea el nadie de nadie, cualquiera que se detenga a observarme durante más de cinco minutos, notaría aún sin ser siquiera mínimamente perspicaz, que el trabajo de cirujano, eso de cortar, extraer, coser y limpiar no es lo mío. Para empezar, nunca he sido capaz de enhebrar una aguja, por más que chupe el hilo, no, qué va, imposible. Y, aparte de eso, soy muy despistado, capaz de sacar un apéndice e intercambiarlo por un reloj, un paquete de kleenex o dónde coño he dejado yo mis auriculares.
Anestesista (¿hace falta ser médico para eso?) acabaría en desastre. Sería de esos que se reparten las dosis con los pacientes, pues tampoco duele tanto eso de que un médico te coloque un ebook donde debía estar tu pulmón izquierdo o que, por despiste o por llevar la contraria, algún compañero te haya cortado la pierna izquierda al entender que eso que escribiste en grande, ÉSTA NO, significara para él no ÉSTA NO ES LA QUE HAY QUE CORTAR sino CORTE ÉSTA PORQUE ÉSTA NO SIRVE. Y, qué coño, imagino que una vida con eterno parche de morfina en el pecho tampoco estaría tan mal.
Conste que no tengo miedo a la medicina, ni a los quirófanos. Estoy encantado con mi hipocondría y dispuesto a ponerme a las órdenes de un médico para cualquier tipo de tratamiento u operación. Me encanta la comida de hospital y esos pabellones de psiquiatría, con su compañía peculiar, los cigarrillos pautados y sus cinco comidas al día. Ahí es donde descubrí que el Nesquik le da mil vueltas al colacao, o donde aquel hombre me dijo una vez que sí, que todo el mundo sabía que su hermano estaba muerto, que él también lo sabía, pero que nadie podía negarle lo que podía ver: que estaba sentado en la mesa de al lado y que le hablaba.
Me sorprendió, no obstante, la cantidad de libros de autoayuda, misticismos varios que otros pacientes, personal o gente que pasaba por ahí te recomendaban. El puto Osho o el puto Paulo Coelho. Como si estar loco fuera una opción personal y no el resultado de todas las fuerzas cósmicas del universo conspirando en tu contra. Como si fuera algo de lo que no eres consciente cada minuto de cada día. Cada pastilla, una tras otra, que te recuerda el deseo de no volver a tomarlas. El deseo de volver a convertirte en esa persona a la que no puedes dejar de adorar por más que digan que todas esas fantásticas ideas que se le ocurren son perjudiciales para ti.
Y, en fin, lo peor de ser médico, en mi opinión, sin querer ofender a nadie, desde mi punto de vista, etcétera, etcétera, somos los pacientes. Somos quienes pensamos que si alguien nos ve sufrir debe acompañarnos en ese sufrimiento. Desearía ser forense porque nadie miraría mis ojos esperando ver ahí algo. La puta empatía, no sé. Porque no me moriría de ganas de decirle a los ojos que me observan que, en realidad, me importa un comino. Que no me alegro de que tu hijo esté recuperándose ni lloro contigo por la muerte de tu mejor amigo. Que yo no soy así ni quiero serlo y que lo que más detesto en este mundo es cuando acudes a mí para compartir tus miedos, tu tristeza, tu dolor o tu sufrimiento. Odio que trates de ensuciar mi conciencia con todo eso.
Odio recordar que no soy invulnerable. Que existe, en los demás, la capacidad de utilizar palabras y poner lágrimas en sus ojos y, que sólo con eso, conseguirían de mí lo que quisieran. Acabaría tentado de romper la realidad y erradicar la muerte. Y, sí, puede que me digas que eso me pasaría sólo de joven, a esa edad en la que todo parece posible. Pero, ¿sabes? En mi mente sigue pareciendo todo posible. Joder, es posible que toda esa gente a la que hubiera visto morir me visitara y se empeñara en hablar conmigo en esas tardes de soledad, cuando llueve y, con un libro en la mano, miro por la ventana. Cuando me entretengo mirando a la gente pelear contra el viento. ¿No es eso la vida? Tratar de avanzar mientras un vendaval de sentimientos, recuerdos, traumas y fatigas chocan contra ti. Porque crecer supone, de algún modo, tener la certeza de que te vas a morir y todo ese vendaval simplemente desaparecerá, “como lágrimas en la lluvia”.
No soportaría pensar que no fui capaz de salvar todo ese vendaval ni haber apagado la luz de tantos ojos demandantes. Con los muertos me llevaría mejor. Ellos también me hablarían, a veces me hablan hasta los objetos, pero sería distinto. Porque creo que los muertos se aferran a los recuerdos felices y van olvidando todo lo demás. Me contarían esas historias, me harían reír, hasta que, poco a poco, fueran olvidándose de pequeños detalles. Cómo se llamaba aquel bar, quién era la persona que me acompañaba o por qué ese deseo que apenas recuerdo ha dejado este vacío en mí.
Desaparecerían ellos y sus historias de una manera más paulatina. Buscarían mi simpatía, pero en ningún caso me considerarían un salvador. Sería, simplemente, su amigo. Alguien a quien la resaca le hunde a penetrar la noche con ellos. La noche que todo lo hace desaparecer recordándonos que habrá un mañana, más historias, quizá algunas que contar y otras que, a mi pesar, nunca podré olvidar. Historias que se confundirán con las mías, incapaces de explicarse a sí mismas o de desentrañar el mecanismo que esconde el secreto de tu sonrisa.
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