Todo se hizo silencio y eso permitió que mi mente pudiera, finalmente, procesar toda la información de lo que había ocurrido. Llevábamos unas cuantas horas de rehenes, ya ni sabía cuántas habían pasado. Tampoco me importaba lo suficiente. ¿Era realmente necesario saberlo? Después de todo, ya lo que pudiese ocurrir desde aquel instante no significaba nada para mí. Todas mis aspiraciones, todos mis sueños fueron arrebatados para siempre. ¿O no?
En aquél instante pensé en escapar. Se me ocurrió que aquella podría ser la mejor idea, un poco arriesgada, pero me alejaría de todo lo malo que me estaba por venir; lo malo que, en realidad, había empezado horas anteriores en el primer momento que ese psicópata gritó anunció el asalto. Iba a escapar, ya estaba decidida. Observaba con disimulo todo mi alrededor, cada estante, cada pasillo, cada persona que se hallaba ya bien sea muerta en cuerpo o en alma. El asaltante estaba descansando, pero no nos observaba, confiado de que todos estábamos terriblemente asustados para intentar cualquier cosa. Al fondo de la tienda pude notar que había un área de carnicería con una puerta entre abierta. «Debe conectar al patio o alguna bodega a la que se tenga acceso a la calle». Y entonces todo mi plan comenzó a circular en mi mente.
Me vi a mi misma levantándome con sigilo de mi escondite, procurando que el secuestrador no me observara. Incluso traté de que nadie más me viera, no por ser egoísta en mi escape, sino que alguien, por temer a ser castigado, decida acusarme y ganarse la simpatía de aquél hombre. Pienso así de los demás porque es un pensamiento enfermo que incluso se me ha venido a mí a la mente: ser simpatizante para ganar mi libertad o prolongar mi vida. Entonces, nuevamente me vi caminando por el pasillo, ocultándome de vez en cuando y tratando de hacer la menos cantidad de ruido posible, hasta que logré llegar al área de carnicería. Me escabullí por el mostrador, con miedo de que algo cayera y me delatara, y llegué a la puerta que había visto desde el sitio que estaba minutos antes. Posé mi mano sobre esta, buscando de empujarla y algo me detuvo de repente. Algo me dijo “no lo hagas, morirás”. Y un terror invadió mi cuerpo. A partir de allí podían pasar varias cosas: la puerta rechinaría y me descubrirían; el tercer asaltante, que no estuvo presente en ningún momento desde el secuestro podría estar al otro lado de la puerta esperándome y listo para asesinarme. No lo hice, no entré, porque sabía que iba a morir. Como un sexto sentido, o como un video juego en el que dependiendo de tus movimientos desencadenaba un final diferente.
Regresé nuevamente a mi sitio, del cual en realidad nunca me había movido. Todo lo anterior resultó producto de mi mente, de mi imaginación, de mi propia pesadilla jugando con mis sentidos como había estado haciendo desde el primer instante. En lugar de huir, terminé llorando. Finalmente las lágrimas brotaron y la sustancia salina empapó mi rostro, en silencio. Me había resignado de cualquier cosa. Este video juego, sin importar la estrategia me llevaría a un final malo. Oculté mi rostro entre mis rodillas, abrazando mis piernas, y me dejé llevar por el sentimiento de tristeza y desesperación que toda la situación había hecho en mí.
Nunca me consideré una persona muy religiosa, aunque me denomino a mi misma como “católica” no es que fuese a misa todos los días —o al menos todos los domingos— ni que creyese mucho en las palabras de la biblia, pero siempre he creído en Dios y en un ser superior. Y fue a ese ser que pensé en pedir ayuda en aquellos instantes. Ya no sabía que más hacer. No sé si pensar con horror, o los creyentes pensarían en mi con horror, que pedir ayuda de Dios fue lo último que se me ocurrió en aquella situación. Pero cada quien reacciona de manera diferente. Un padre nuestro comenzó a sonar en el vacío de mi mente. Era lo único que se me podía ocurrir. Cada vez que terminaba volvía a reproducirse en una oración infinita. ¿Aquello funcionaría? No estaba segura, pero siempre recurría al padre nuestro para sentirme a salvo, de alguna manera.
Y resultó que yo no era la única. Una mujer al fondo, en el área de carnicería —resultó que había alguien allí, después de todo—, rezaba la misma oración en voz alta, casi en grito desesperado. Mi corazón se aceleró, porque algo en mi decía que eso no lo agradaría al secuestrador y mi instinto fue dirigir la mirada rápidamente hacia él. Al principio ella lo hacía bajo, de manera que sólo unos cuantos escuchábamos, pero poco a poco fue incrementando la potencia de su voz haciéndose, incluso para mí, algo molesto. El asaltante arrugó el rostro, ya había empezado a escuchar aquellos gritos y gruñó antes de abrir los ojos y gritar con fuerza que se callara. Ella había obedecido por solo unos segundos y luego siguió, con más fuerza. Mis ojos iban hacia ella y hacia el hombre que ya se había levantado de su sitio.
—¡Te dije que te callaras! —caminó molestó y gruñendo improperios, mientras tomaba un hacha que no sabía de dónde habría sacada y caminaba hasta ella, alzándola amenazante, lo que hizo que ella gritara del susto y comenzara a llorar—. Cállate o te voy a…
Se calló de pronto, como si una idea se hubiese cruzado por su mente. Una idea perversa. Yo, que había cerrado los ojos por unos segundos cuando él había alzado el arma blanca, los volví a abrir para enterarme qué había pasado, entonces lo vi caminar hacia mí y apareció una fuerte taquicardia que hizo que mi pecho doliera. Me tomó a la fuerza y colocó el hacha entre mis manos. Luego me arrastró hasta la mujer.
—Hazlo tú, mátala.
—¿¡Qué!? ¡No, no, no, no! —comencé a gritar desesperada.
No quería mis manos manchadas de sangre, no quería convertirme en una pecadora mortal. Comencé a sollozar y suplicar que no me hiciera hacerlo y me calló por completo al sentir la punta de una pistola sobre mi sien.
—Mátala o tú mueres, ¿qué decides?
Mis manos se encontraban sudorosas y mi vista paseaba entre los dos. Creo que lo peor de toda la situación es considerar hacerlo. Me sentí asqueada conmigo misma, pero era como había dicho antes, hacer caso para sobrevivir. Y por unos instantes una idea descabellada se cruzó por mi mente. ¿Qué pasa si no la mataba a ella sino a él? Todo debía ocurrir con rapidez, claro está. Matarlo a él y dar fin a todo el sufrimiento.
—¡Hazlo rápido!
Él comenzaba a impacientarse y yo cada vez trataba de construir todo el plan. Si la mataba a ella, sobreviviría, pero estaba el final donde querían prostituirme; si lo mataba a él, todos los que quedábamos podríamos huir. De igual modo, a quien fuese mi alma se mancharía para siempre. Había dejado de llorar, pero una lágrima silenciosa recorrió mi rostro. Estaba temblando de miedo y de nervios. Miré el rostro de la chica que estaba resignada a morir y a mi lado el hombre que me presionaba de cometer asesinato. Alguien iba a morir. Cerré los ojos unos segundos y comencé a llorar otra vez. Matarla a ella, matarlo a él, morir yo. ¿Qué iba a suceder? Al ver que me tardaba tanto cargó su arma para que supiera que me encontraba en real amenaza. Sujeté con fuerza el hacha del mango y lo alcé lo suficiente para que pudiese caer en cualquier dirección. Aquello era decisivo y mi vida pendía de un hilo. Tomé una gran bocanada de aire antes de realizar cualquier acción.
Hasta que finalmente desperté.
Aquel sueño que se había convertido en una pesadilla finalmente había llegado a su fin. Estaba sudorosa, temblando, no sabía qué decir, qué pensar. ¿Había soñado eso toda la noche? ¿Había sido sólo unas pocas horas? Lo que sí podía mencionar es que ya era de día y no estaba en la obligación de volver a dormir. Me sentía cansada, como si todo aquello hubiese ocurrido de verdad. Incluso, tenía miedo. Por un momento se me ocurrió que todo eso podía ocurrir de verdad y el miedo invadió de nuevo mi cuerpo. Pero ¿qué sucedió? Lo último que recuerdo es haber alzado el hacha y tener una pistola apuntando directamente a mi cabeza. ¿Llegó la policía? No sé. ¿Sobreviví después de todo? Tampoco lo sé, pero lo que si estoy completamente segura es haber despertado con la sensación de haber matado a alguien.
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