Cuentos sufíes: la sabiduria del Mulá Nasrudín

in yassosho •  6 years ago 

Extrae tú lo significados

Se dice que un maestro sufí contaba siempre una parábola al finalizar cada clase, pero los alumnos no siempre entendían el sentido de la misma.
-Maestro -lo encaró uno de ellos una tarde- tú nos cuentas los cuentos pero no nos explicas su significado…
-Pido perdón por eso -se disculpó el maestro-, permíteme que en señal de reparación te convide con un rico durazno.
-Gracias maestro -respondió halagado el discípulo.
-Quisiera, para agasajarte, pelarte tu durazno yo mismo. ¿Me permites?
-Sí, muchas gracias -dijo el alumno.
-¿Te gustaría que, ya que tengo en mi mano el cuchillo, te lo corte en trozos para que te sea más cómodo?
-Me encantaría…, pero no quisiera abusar de tu hospitalidad, maestro…
-No es un abuso si yo te lo ofrezco. Sólo deseo complacerte… Permíteme que también te lo mastique antes de dártelo…
-No maestro. ¡No me gustaría que hicieras eso! -se quejó sorprendido el discípulo. El maestro hizo una pausa y dijo:
-Si yo les explicara el sentido de cada cuento, sería como darles a comer una fruta masticada..

Buscando la llave

Muy tarde por la noche Nasrudín se encuentra dando vueltas alrededor de una farola, mirando hacia abajo. Pasa por allí un vecino.
– ¿Qué estás haciendo Nasrudín, has perdido alguna cosa?- le pregunta.
– Sí, estoy buscando mi llave.
El vecino se queda con él para ayudarle a buscar. Después de un rato, pasa una vecina.
-¿Qué estáis haciendo? – les pregunta.
– Estamos buscando la llave de Nasrudín.
Ella también quiere ayudarlos y se pone a buscar.
Luego, otro vecino se une a ellos. Juntos buscan y buscan y buscan. Habiendo buscado durante un largo rato acaban por cansarse. Un vecino pregunta: – Nasrudín, hemos buscado tu llave durante mucho tiempo, ¿estás seguro de haberla perdido en este lugar?
– No, dice Nasrudín
– ¿Dónde la perdiste, pues?
– Allí, en mi casa.
– Entonces, ¿por qué la estamos buscando aquí?
– Pues porque aquí hay más luz y mi casa está muy oscura.

La mujer perfecta

Nasrudín conversaba con un amigo.
– Entonces, ¿nunca pensaste en casarte?
– Sí pensé -respondió Nasrudín. -En mi juventud, resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco, y conocí una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo.
Continué viajando, y fui a Isfahan; allí encontré una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita.
Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa, y conocedora de la realidad material.
– ¿Y por qué no te casaste con ella?
– ¡Ah, compañero mío! Lamentablemente ella también quería un hombre perfecto.

La Sopa de Pato

Cierto día, un campesino fue a visitar a Nasrudín, atraído por la gran fama de éste y deseoso de ver de cerca al hombre más ilustre del país. Le llevó como regalo un magnífico pato. El Mulá, muy honrado, invitó al hombre a cenar y pernoctar en su casa. Comieron una exquisita sopa preparada con el pato.
A la mañana siguiente, el campesino regresó a su campiña, feliz de haber pasado algunas horas con un personaje tan importante. Algunos días más tarde, los hijos de este campesino fueron a la ciudad y a su regreso pasaron por la casa de Nasrudín. – Somos los hijos del hombre que le regaló un pato – se presentaron. Fueron recibidos y agasajados con sopa de pato.
Una semana después, dos jóvenes llamaron a la puerta del Mulá. – ¿Quiénes son ustedes? – Somos los vecinos del hombre que le regaló un pato. El Mulá empezó a lamentar haber aceptado aquel pato. Sin embargo, puso al mal tiempo buena cara e invitó a sus huéspedes a comer.
A los ocho días, una familia completa pidió hospitalidad al Mulá. – Y ustedes ¿quiénes son? – Somos los vecinos de los vecinos del hombre que le regaló un pato. Entonces el Mulá hizo como si se alegrara y los invito al comedor. Al cabo de un rato, apareció con una enorme sopera llena de agua caliente y llenó cuidadosamente los tazones de sus invitados. Luego de probar el líquido, uno de ellos exclamó: – Pero… ¿qué es esto, noble señor? ¡Por Alá que nunca habíamos visto una sopa tan desabrida! Mulá Nasrudín se limito a responder: – Esta es la sopa de la sopa de la sopa de pato que con gusto les ofrezco a ustedes, los vecinos de los vecinos de los vecinos del hombre que me regaló el pato.

¿Saben de qué les voy a hablar?
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Esta historia comienza cuando Nasrudín llega a un pequeño pueblo en algún lugar lejano de Medio Oriente.
Era la primera vez que estaba en ese pueblo y una multitud se había reunido en un auditorio para escucharlo. Nasrudín, que en verdad no sabía que decir, porque él sabía que nada sabía, se propuso improvisar algo y así intentar salir del atolladero en el que se encontraba.
Entró muy seguro y se paró frente a la gente. Abrió las manos y dijo:
-Supongo que si ustedes están aquí, ya sabrán que es lo que yo tengo para decirles.
La gente dijo:
-No… ¿Qué es lo que tienes para decirnos? No lo sabemos ¡Háblanos! ¡Queremos escucharte!
Nasrudín contestó:
-Si ustedes vinieron hasta aquí sin saber qué es lo que yo vengo a decirles, entonces no están preparados para escucharlo.
Dicho esto, se levantó y se fue.
La gente se quedó sorprendida. Todos habían venido esa mañana para escucharlo y el hombre se iba simplemente diciéndoles eso. Habría sido un fracaso total si no fuera porque uno de los presentes -nunca falta uno- mientras Nasrudín se alejaba, dijo en voz alta:
-¡Qué inteligente!
Y como siempre sucede, cuando uno no entiende nada y otro dice “¡qué inteligente!”, para no sentirse un idiota uno repite: “¡sí, claro, qué inteligente!”. Y entonces, todos empezaron a repetir:
-Qué inteligente.
-Qué inteligente.
Hasta que uno añadió:
-Sí, qué inteligente, pero… qué breve.
Y otro agregó:
-Tiene la brevedad y la síntesis de los sabios. Porque tiene razón. ¿Cómo nosotros vamos a venir acá sin siquiera saber qué venimos a escuchar? Qué estúpidos que hemos sido. Hemos perdido una oportunidad maravillosa. Qué iluminación, qué sabiduría. Vamos a pedirle a este hombre que dé una segunda conferencia.
Entonces fueron a ver a Nasrudín. La gente había quedado tan asombrada con lo que había pasado en la primera reunión, que algunos habían empezado a decir que el conocimiento de Él era demasiado para reunirlo en una sola conferencia.
Nasrudín dijo:
-No, es justo al revés, están equivocados. Mi conocimiento apenas alcanza para una conferencia. Jamás podría dar dos.
La gente dijo:
-¡Qué humilde!
Y cuanto más Nasrudín insistía en que no tenía nada para decir, con mayor razón la gente insistía en que querían escucharlo una vez más. Finalmente, después de mucho empeño, Nasrudín accedió a dar una segunda conferencia.
Al día siguiente, el supuesto iluminado regresó al lugar de reunión, donde había más gente aún, pues todos sabían del éxito de la conferencia anterior. Nasrudín se paró frente al público e insistió con su técnica:
-Supongo que ustedes ya sabrán que he venido a decirles.
La gente estaba avisada para cuidarse de no ofender al maestro con la infantil respuesta de la anterior conferencia; así que todos dijeron:
-Sí, claro, por supuesto lo sabemos. Por eso hemos venido.
Nasrudín bajó la cabeza y entonces añadió:
-Bueno, si todos ya saben qué es lo que vengo a decirles, yo no veo la necesidad de repetir.
Se levantó y se volvió a ir.
La gente se quedó estupefacta; porque aunque ahora habían dicho otra cosa, el resultado había sido exactamente el mismo. Hasta que alguien, otro alguien, gritó:
-¡Brillante!
Y cuando todos oyeron que alguien había dicho “¡brillante!”, el resto comenzó a decir:
-¡Si, claro, este es el complemento de la sabiduría de la conferencia de ayer!
-Qué maravilloso
-Qué espectacular
-Qué sensacional, qué bárbaro
Hasta que alguien dijo:
-Sí, pero… mucha brevedad.
-Es cierto- se quejó otro
-Capacidad de síntesis- justificó un tercero.
Y en seguida se oyó:
-Queremos más, queremos escucharlo más. ¡Queremos que este hombre nos de más de su sabiduría!
Entonces, una delegación de los notables fue a ver a Nasrudín para pedirle que diera una tercera y definitiva conferencia. Nasrudín dijo que no, que de ninguna manera; que él no tenía conocimientos para dar tres conferencias y que, además, ya tenía que regresar a su ciudad de origen.
La gente le imploró, le suplicó, le pidió una y otra vez; por sus ancestros, por su progenie, por todos los santos, por lo que fuera. Aquella persistencia lo persuadió y, finalmente, Nasrudín aceptó temblando dar la tercera y definitiva conferencia.
Por tercera vez se paró frente al público, que ya eran multitudes, y les dijo:
-Supongo que ustedes ya sabrán de qué les voy a hablar.
Esta vez, la gente se había puesto de acuerdo: sólo el intendente del poblado contestaría. El hombre de primera fila dijo:
-Algunos si y otros no.
En ese momento, un largo silencio estremeció al auditorio. Todos, incluso los jóvenes, siguieron a Nasrudín con la mirada.
Entonces el maestro respondió:
-En ese caso, los que saben… cuéntenles a los que no saben.
Se levantó y se fue.
Los granjeros… a los que se les daban bien los números.
De entre todos los pueblos que el mulá Nasrudín visitó en sus viajes, había uno que era especialmente famoso porque a sus habitantes se les daban muy bien los números. Nasrudín encontró alojamiento en la casa de un granjero. A la mañana siguiente se dio cuenta de que el pueblo no tenía pozo. Cada mañana, alguien de cada familia del pueblo cargaba uno o dos burros con garrafas de agua vacías y se iban a un riachuelo que estaba a una hora de camino, llenaban las garrafas y las llevaban de vuelta al pueblo, lo que les llevaba otra hora más.
“¿No sería mejor si tuvieran agua en el pueblo?”, preguntó Nasrudín al granjero de la casa en la que se alojaba. “¡Por supuesto que sería mucho mejor!”, dijo el granjero. “El agua me cuesta cada día dos horas de trabajo para un burro y un chico que lleva el burro. Eso hace al año mil cuatrocientas sesenta horas, si cuentas las horas del burro como las horas del chico. Pero si el burro y el chico estuvieran trabajando en el campo todo ese tiempo, yo podría, por ejemplo, plantar todo un campo de calabazas y cosechar cuatrocientas cincuenta y siete calabazas más cada año.”
“Veo que lo tienes todo bien calculado”, dijo Nasrudín admirado. “¿Por qué, entonces, no construyes un canal para traer el agua al río?” “¡Eso no es tan simple!”, dijo el granjero. “En el camino hay una colina que deberíamos atravesar. Si pusiera a mi burro y a mi chico a construir un canal en vez de enviarlos por el agua, les llevaría quinientos años si trabajasen dos horas al día. Al menos me quedan otros treinta años más de vida, así que me es más barato enviarles por el agua.”
“Sí, ¿pero es que serías tú el único responsable de construir un canal? Son muchas familias en el pueblo.”
“Claro que sí”, dijo el granjero. “Hay cien familias en el pueblo. Si cada familia enviase cada día dos horas un burro y un chico, el canal estaría hecho en cinco años. Y si trabajasen diez horas al día, estaría acabado un año.”
“Entonces, ¿por qué no se lo comentas a tus vecinos y les sugieres que todos juntos construyáis el canal?
“Mira, si yo tengo que hablar de cosas importantes con un vecino, tengo que invitarle a mi casa, ofrecerle té y halva, hablar con él del tiempo y de la nueva cosecha, luego de su familia, sus hijos, sus hijas, sus nietos. Después le tengo que dar de comer y después de comer otro té y él tiene que preguntarme entonces sobre mi granja y sobre mi familia para finalmente llegar con tranquilidad al tema y tratarlo con cautela. Eso lleva un día entero. Como somos cien familias en el pueblo, tendría que hablar con noventa y nueve cabezas de familia. Estarás de acuerdo conmigo que yo no puedo estar noventa y nueve días seguidos discutiendo con los vecinos. Mi granja se vendría abajo. Lo máximo que podría hacer sería invitar a un vecino a mi casa por semana. Como un año tiene sólo cincuenta y dos semanas, eso significa que me llevaría casi dos años hablar con mis vecinos. Conociendo a mis vecinos como les conozco, te aseguro que todos estarían de acuerdo con hacer llegar el agua al pueblo, porque todos ellos son buenos con los números. Y como les conozco, te digo, que cada uno prometería participar si los otros participasen también. Entonces, después de dos años, tendría que volver a empezar otra vez desde el principio, invitándoles de nuevo a mi casa y diciéndoles que todos están dispuestos a participar.” “Vale”, dijo Nasrudín, “pero entonces en cuatro años estarías preparados para comenzar el trabajo. ¡Y al año siguiente, el canal estaría construido!”
“Hay otro problema”, dijo el granjero. “Estarás de acuerdo conmigo que una vez que el canal esté construido, cualquiera podrá ir por agua, tanto como si ha o no contribuido con su parte de trabajo correspondiente.”
“Lo entiendo”, dijo Nasrudín . “Incluso si quisierais, no podríais vigilar todo el canal.”
“Pues no”, dijo el granjero. “Cualquier caradura que se hubiera librado de trabajar, se beneficiaría de la misma manera que los demás y sin coste alguno.”
“Tengo que admitir que tienes razón”, dijo Nasrudín.
“Así que como a cada uno de nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escabullirnos. Un día el burro no tendrá fuerzas, el otro el chico de alguien tendrá tos, otro la mujer de alguien estará enferma, y el niño, el burro tendrán que ir a buscar al médico.
Como a nosotros se nos dan bien los números, intentaremos escurrirnos el bulto. Y como cada uno de nosotros sabe que los demás no harán lo que deben, ninguno mandará a su burro o a su chico a trabajar. Así, la construcción del canal ni siquiera se empezará.”
“Tengo que reconocer que tus razones suenan muy convincentes”, dijo Nasrudín. Se quedó pensativo por un momento, pero de repente exclamó: “Conozco un pueblo al otro lado de la montaña que tiene el mismo problema que ustedes tienen. Pero ellos tienen un canal desde hace ya veinte años.”
“Efectivamente”, dijo el granjero, “pero a ellos no se les dan bien los números.”

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